En unos días inician las nuevas autoridades electas y no hay visos de cambio, pura continuidad, con las honrosas excepciones de siempre, que al momento no son más que puras esperanzas. Uno de los problemas mayores a los que habrán de enfrentarse, en efecto, es la corrupción en el gobierno que pretendan presidir o cargo que van a representar. Creo que eso lo deben de tener muy claro de antemano las autoridades electas.
Lo cierto es que el problema de la corrupción no se va resolver fácilmente, es más, no consiste en cambiar hombres malos por buenos, corruptos por honestos, lo cual es muy necesario, pero no es un problema de personas. Algo tiene que haber de voluntad política para resolver este extendido problema de la corrupción, pero tampoco es suficiente.
Ahora bien, la corrupción no es la causa de los problemas de México, es una consecuencia, un síntoma enorme y monstruoso que hay que combatir también pero que no explica el origen de la enfermedad. En ese contexto es que entran en juego dos asuntos que debemos tomar en cuenta a la hora de gobernar: legalidad y participación.
No puede haber buen gobierno si no cumple y no hace cumplir la ley. Es un hecho que la falta de respeto al Estado de Derecho está entre las causas principales de la corrupción. De ahí que la impunidad reine en el país, los delincuentes son intocables. El que no tranza, no avanza, dice el dicho. No hay rama del derecho que no se viole o infrinja sistemáticamente. El policía de la esquina me lo explicó cuando le señalé un auto que echaba una vuelta prohibida: es que todos lo hacen, me dijo.
Los derechos humanos, urbanos, ambientales, no son respetados en México, la norma es todo lo contrario. La vorágine neoliberal todo lo arrasa. La ciudad es vista como mercancía, pero lo mismo el campo y nuestros recursos naturales. Las leyes que se emiten es legalizar esa vorágine pasando por encima de las leyes originales y de todas las leyes, de los programas, planes, decretos y todo tipo de normas que regulan el desarrollo social, urbano, ambiental en todo el territorio nacional.
Hay un desinterés muy claro de la clase política que nos gobierna en el cumplimiento de la ley, y particularmente, en el uso de la planeación. Por ejemplo, los planes y programas de desarrollo urbano-que también tienen carácter de ley-, más que un instrumento de desarrollo se han convertido en una camisa de fuerza para los desarrolladores capitalistas de la ciudad. De ahí que los legisladores aprueben al mayoreo cambios de uso del suelo que los programas y sus políticas de zonificación no avalan, por eso se hace uso del decreto. El poder de mi firma contra el imperio de la ley, la norma y la planeación.
Lograr que el gobierno cumpla y haga cumplir la ley resulta un meta difícil de lograr en el periodo de una autoridad electa. Pero más difícil lo será si dicha autoridad no apela a la participación de la sociedad civil, la participación de sus representados, hayan o no hayan votado por él. En el contexto de un Estado debilitado, disminuido en sus atribuciones, corroído por la corrupción y el abuso de poder, la mejor autoridad tiene que tomar en cuenta la participación social como mejor y casi único antídoto contra esos grandes males.