Me llama la atención la reacción de los habitantes en las colonias donde las autoridades instalan o pretenden instalar parquímetros. Manifestaciones, cierres de avenidas y uso de la única credencial más beatífica que la ciudadana, es decir, la “vecinal”. Aparentemente se trata de una medida civilizatoria modesta, mínimamente organizativa, que además evita que franeleros y valet parkings hagan de la vía pública su feudo privado. Pero eso es aparentemente.
La realidad es que ese asunto menor deja ver uno mucho más trascendente, a saber: la actitud de la sociedad mexicana hacia la presencia del Estado en su vida cotidiana y también su actitud respecto de la vigencia del Estado de Derecho en el elemento más básico de la comunidad regulada, es decir, la vía pública. Los burdos fines recaudatorios para operación política de quienes cobran el estacionamiento es materia de otro artículo. Como siempre, los gobiernos izquierdistas no tienen la sutileza como una de sus competencias curriculares.
En pocas palabras, los mexicanos nunca nos hemos puesto de acuerdo acerca de quién es el dueño de la calle y para qué puede usarse. Por un lado, hay un consenso clasemediero (al que me he unido cuando me conviene) sobre la incomodidad e indignación que provocan las manifestaciones políticas que nos impiden llegar a tiempo al trabajo o que nos estorban cuando salimos de un restaurante de Paseo de la Reforma. Por otro lado (y esto lo ha dicho hasta el cansancio, entre otros, el sociólogo Fernando Escalante) somos las mismas personas que desayunamos garnachas y compramos chicharrón en el mercadito “de la casa” los sábados o domingos. Somos también las mismas personas que sufrimos, en silencio, cuando tres camiones de volteo se ponen en doble fila para avanzar en la construcción de un gran edificio a la hora que todos salen del trabajo, provocando que nos atoremos diez minutos en un semáforo. Omitiré el caso de las mentadas de madre que recibe el chofer de camión que no nos hace la parada cuando queremos y exactamente donde queremos.
¿Qué tienen en común y de distinto, al mismo tiempo, los tres casos descritos arriba? El activista político y sus acarreados (que son siempre la mayoría de los participantes en las marchas, pese a lo que la izquierda diga), el honesto comerciante informal de quesadillas y el rico desarrollador inmobiliario, ocupan la vía pública sin otro criterio que su necesidad. Todos ignoran la reglamentación de uso de suelo o de la vía pública según el caso (un permiso de construcción no implica tener permiso para cerrar dos de tres carriles para que se haga más fácil descargar varillas en hora pico) y todos ellos están convencidos de que su causa es más importante que una regulación personal e insulsa.
Se distinguen en la actitud de los perjudicados y en la acción estatal en cada caso. Cuando hay manifestaciones, el gobierno se aparece en forma de patrullas que escoltan a los gritones o de granaderos que se dejan golpear por “ciudadanos” violentos para que no le vayan a sacar un periodicazo al Jefe de gobierno. Cuando de tianguistas hablamos, se aparece en forma de cliente y los policías se sientan al lado de nosotros a echarse dos de queso con flor de calabaza. Cuando se trata de desarrolladores, depende si el mirrey de canas relamidas y andar delicado ya se puso a mano con el delegado o no.
Al final, los mexicanos de a pie creemos en el derecho a la comodidad, no en el Derecho a secas. Creemos en el Estado como agente represor o protector de intereses, según estemos de uno o del otro lado de la manifestación, pero definitivamente no en el Estado como garante impersonal del orden jurídico. Creemos, al final, que los pobres no pueden asistir a una manifestación a menos que les ofrezcan una torta o les laven el cerebro, creemos que los tianguis son una buena manera de desayunar sin tener que bañarnos y también creemos que quejarnos de que los ricos ocupen la calle no tiene sentido o porque su riqueza los vuelve intocables o porque, inconscientemente, pensamos que la calle es más de ellos que de nosotros. En cualquier dimensión, no percibo el heroismo ni la santidad del “ciudadano” por ningún lado.