En México, y en buena parte del mundo, el discurso de la antipolítica es ampliamente compartido por una sociedad cuya facilidad para ver sus teléfonos la hace pensarse a sí misma como ?informada? y ?politizada?.  Lo malo es que ese no es el caso. Las personas actúan con base en simplificaciones, atajos valorativos que reducen los problemas complejos a términos sumamente simples, donde todo es culpa de alguien, y se resuelve si ese alguien desaparece (renuncia, lo matan, lo encarcelan, lo que sea). Al final, casi todos acaban reproduciendo, con más o menos ternura, las opiniones de su comunicador favorito. Y resalto la palaba opinión, porque nuestra ?información? es bastante pobre y las notas periodísticas están cargadas de opiniones e impresiones subjetivas sin otro sustento más que otras notas periodísticas y ?el sentir popular?. Si hay un sistema auto referencial en el peor de los sentidos, es el de la construcción de la opinión pública en México.

A riesgo de ser muy escolar, recordemos que la agenda pública se divide en problemas estructurales y coyunturales. A los primeros pertenecen los problemas de fondo; esos que no se arreglan en un año, ni en un sexenio, ni en dos: la pobreza, la vialidad en las megalópolis, la corrupción como rasgo cultural, y otros de esa índole. Abstractos, omnipresentes en apariencia y que, en conjunto, representan la totalidad de los eslogans de las campañas electorales de todos los políticos de todo el mundo. Los problemas coyunturales, por otro lado, son los incidentes aislados y escandalitos habituales que nos sirven para recordar los problemas estructurales, un ejemplo a la vez: un homicidio, un robo, una sociedad que defrauda ahorradores, etcétera. Además, a diferencia de los otros, estos problemas requieren de la opinión pública y la clase política una solución inmediata (real o aparente) y ocupan los ciclos noticiosos que lee el común de la gente. Su espacio no es el de los artículos especializados y los libros de ciencias sociales, sino el de los diarios, programas de televisión, radio y redes sociales. ¿Cuál es la forma específicamente mexicana (latinoamericana, en realidad) de manejar esta realidad?

En primer lugar, se asume que cualquier problema coyuntural es ?la punta del iceberg? de un problema estructural. Si hay un funcionario corrupto en INFONAVIT, es sólo el ejemplo del día, puesto que TODOS los que trabajan ahí, desde el director hasta el más modesto empleado de ventanilla, son unos ladrones que roban al amparo del Estado. Si me toca un bache en el pavimento, es la ciudad entera la que ya es ?intransitable?.

Estas generalizaciones, absurdas pero muy populares, son parte de algo más amplio, la cultura del resentimiento que, junto con el servilismo concéntrico al poder y al dinero, forma parte de la paradoja mexicana. Me explico. Por un lado, todos creemos que, si alguien tiene algo, lo que sea, lo tiene injustamente. Negamos la posibilidad de un ascenso profesional sin influencias, de un enriquecimiento sin transas, de una belleza sin implantes. De lo anterior nos exceptuamos nosotros, por supuesto. Máxime los clasemedieros, que estamos educados para pensar, hasta el último día de nuestras vidas, que no le debemos nada a nadie y que nos sobran méritos, nunca suficientemente reconocidos por el universo. De risa, pero así es. Esto nos hace muy proclives a encender la mecha de la protesta contra todos, contra todo. Porque se incumple la ley, porque se hace cumplir la ley (entonces resulta que es injusta), porque faltan leyes, porque sobran leyes, y así. Todos, además, a la manera de espectadores deportivos, podríamos hacer las cosas mucho mejor que el baboso en turno (director técnico, defensa central, secretario de hacienda, da igual). El odio a las personas con dinero, poder o fama (salvo los periodistas de izquierda, Dios los guarde) es incluso alentado y justificado como una forma de conciencia social, de inteligencia política. No debe ir acompañado de ninguna prueba. Este discurso de odio, que debería ser un claro límite a la libertad de expresión puesto que así empezó el nazismo, pulula en las redes sociales, que son el oasis para el que tira la piedra y esconde la mano. Violencia sin responsabilidad, por el anonimato de facto que trae consigo la imposibilidad de controlar y moderar lo que sucede en la carretera virtual. Esto tiene ventajas y desventajas, que no es el caso discutir aquí. Baste decir que la falta de controles (y no puede haberlos, ningún país ha podido con ello) posibilita el acoso, el insulto, el odio y la violencia contra quien sea, sin consecuencias. En nombre de la libertad de expresión o, en el caso mexicano, de la justicia en general.

La segunda parte de la paradoja, la que más nos molesta en el espejo, es el servilismo concéntrico al poder y al dinero del que hablaba. Porque ese odio se convierte en lisonjería, esa indignación en súplica, cuando una persona de poder roza el círculo social cercano del mexicano promedio. Baste con que un periodista de izquierda haga migas con un senador para que todos los senadores sean corruptos menos él. Baste con que el hijo del subsecretario se haga amigo de Juanito en la escuela, para que lo tratemos como verdadera nobleza cuando viene a nuestra pobre casa. Porque a la hora de la hora, el único problema del dinero, del poder y de la influencia, es no tenerlos. Lo que exigimos en abstracto, es que nadie los tenga; lo que exigimos en concreto, es que nos den un pedazo. Venga el odio.

 

Alasdair Espinoza.