Revisando las principales notas de los periódicos es interesante la diversidad temática (por contingente, por privilegiar lo de aquí, lo de hoy, lo que no trasciende el chisme) y la homogeneidad de intención (resaltar lo vergonzoso, lo inmoral, lo que nos hace sentirnos mejor acerca de nosotros mismos) en casi todas las historias. Los temas estructurales son inexistentes; es decir, si hay un huracán lo importante es quién se murió más violentamente y qué funcionario público no puso las alarmas a tiempo; si hay personas sin agua en una colonia, el ángulo es quién se beneficia de la venta de garrafones; si hay una compleja reforma legislativa, el debate se decide por los decibeles de los gritos de cada bancada y por quién me convence más con argumentos simples: ¿Eres patriota o entreguista? ¿Estás a favor de los pobres (mis pobres) o de los ricos (sobre todo, los dueños de la competencia)? Es imposible analizar con mediana seriedad la narrativa noticiosa de nuestro país, que en buena parte es un código, una serie de mensajes cifrados entre miembros de la clase política y empresarial. Hasta aquí pobres de nosotros (los espectadores pasivos, ciudadanos, santos) y qué malos son los malos (esos tomadores de decisiones que lo único que buscan es oprimirnos y empobrecernos, por el puro gusto). Lo malo es que cada televidente tiene los programas que se merece.
Los ciudadanos de la posmodernidad youtubesca somos reacios a la reflexión y adictos al escándalo. Hay una buena razón por la cual los contenidos de radio, televisión y prensa escrita, son prolijos en opiniones personales, acusaciones de todo tipo sin fundamento alguno, generalizaciones falaces y trampas lógicas que harían sonrojar a un escolástico corrupto. Eso vende y vende bien.
Si los contenidos se volvieran más serios, eso implicaría que también se volvieran más exigentes; exigentes de tiempo y de atención: dos de los bienes que cada vez son más escasos en la vida moderna. Es raro el texto que puede conseguir nuestra atención por más de tres páginas, raro el programa de radio o televisión que puede engancharnos media hora si, en lugar de mostrar “cosas” una tras otra, se pone a desarrollar “ideas”. Mi hipótesis es que todas las narrativas que se exponen a la opinión pública, para ser dignas de su atención, deben seguir la lógica del mundo del espectáculo, sin importar la seriedad o complejidad del tema. Para decirlo en pocas palabras, nos tienen que platicar las cosas como se platica una película taquillera. Para muestra tengo un botón (o dos): la historia que involucra a los funcionarios (ex funcionarios ya) de la delegación Benito Juárez que enfrentan una posible sentencia de prisión en Brasil y la historia de los magistrados federales investigados, revelada esta semana.
Sobre los ex funcionarios delegacionales, tengo dos posibilidades: la primera es construir el significado de acuerdo con mi agenda y preferencias. Resulta que también son panistas y, a menos que se hayan ganado el viaje en una caja de donas, algo adinerados. A mí no me simpatiza el PAN y menos los sujetos implicados. Por ello, podría decir algo como “Escuincles mirreyes panistas que gozaban de puestos de directores generales en la Benito Juárez, después de hacer lo que mejor hacen, abusar despóticamente de una mujer y su esposo, terminan en la cárcel. Nunca se percataron cuándo dejaron de ser amigos del presidente, por lo que seguían sintiéndose impunes, en su país y en el extranjero”. Parece hasta un acto de la justicia divina y no de la justicia brasileña. Lo importante, además, es que son mamones y panistas. Se merecen lo que les pase. La segunda opción es más desgastante. Para saber si son culpables o inocentes, específicamente de los cargos que se les imputan (no de verse pedantes en las fotos ni de ser panistas, esos son hechos notorios) habría que conocer el expediente, los hechos y la ley brasileña aplicable. Y eso es mucho problema. Mejor los juzgamos desde aquí, desde esta columna, en caliente, por mamones. El delegado ya los cesó, además, con el argumento de que “no llegaron a tiempo de sus vacaciones”. Es en serio. Fue un argumento de recursos humanos. “Y no contestan el teléfono” dijo también el señor delegado. Quizá andaban robándose el tigre de Mike Tyson o no los dejaron meter el celular a la celda, ¡pa’ saber! Y a lo que sigue.
Sobre los juzgadores federales, la editorial del jueves de un diario de “izquierda” (aunque más bien es ya el estandarte del resentimiento fundamentalista; sí, me refiero a La Jornada), habla de que el Consejo de la Judicatura Federal está investigando a dos magistrados por irregularidades financieras en sus cuentas bancarias y por irregularidades jurídicas en algunas de sus resoluciones. Lo interesante es la interpretación que los honrados comunicadores le dan al hecho. Por un lado, según ellos, estos dos casos “demuestran claramente” que la corrupción del poder judicial es total y especialmente aberrante. Por otro lado, las reformas judiciales que llevan ya más de dos décadas “han servido de muy poco” para revertir la impunidad de los cargos públicos, etcétera. Otra vez nos presentan la visión reduccionista de un grupo de maleantes de cara verdosa y colmillos afilados que tienen el control de todo lo que pasa en todas las oficinas de gobierno, a todos los niveles. Además, deben ser vampiros, porque llevan décadas y décadas haciendo lo mismo, con una precisión mecánica.
Hay aquí un problema de método. Si la propia autoridad investiga a los funcionarios presuntamente corruptos, entonces no se explica el hecho de decir que las instituciones no sirven. Por otro lado, a estos comunicadores les basta un caso para hacer una regla general. Eso no lo hace ni un estudiante de secundaria que haya llevado una práctica de laboratorio. Porque, de lo contrario, resulta que no hay gremio (desde periodistas hasta enfermeros, desde ingenieros civiles hasta vendedores de recaudería) que no tenga algún conocido en su medio, acusado de hacer algo ilegal, poco ético o simplemente de mal gusto. ¿Hay que tolerarlos? Por supuesto que no, porque entre otras cosas nos hacen ver mal a todos los que desarrollamos actividades semejantes. ¿Son ejemplos representativos de nuestro medio? Tampoco. Y la prueba está en eso, en que sus acciones se destacan por corruptas, por poco habituales. Y aquí nuestro resentido doméstico, el que todos tenemos en la mesa de al lado, contraataca: “Claro, pero esos son los casos de los que se sabe, los que quedan encubiertos son miles, millones. Todo está podrido”. Bueno, pues contra eso, ni la saliva. Si alguien cree que vivimos en un mundo hostil donde todo lo que vemos es corrupción y descomposición oculta, pero generalizada, totalizadora, lo compadezco. Debe ser un mundo muy hostil, invivible. Lo invitaría al mío, pero éste exige respuestas sólidas y no sencillas, complejas y no analgésicas. Mejor no.