El hombre conduce una combi de pasajeros. Su vida empieza a las seis de la mañana y se cierra por ahí de las ocho de la noche. No tiene horarios de comidas. Generalmente las resuelve con tamales y sopas maruchan en el poco tiempo que le queda entre un viaje y otro. Dedicar 14 horas seguidas a la chamba es motivo de orgullo y le da derecho de llamarse “hombre de trabajo”. Estira a lo lejos la mirada sobre el rastrojo seco de los barbechos hasta toparse con lo que parecer ser un hombre consumido por el sol del medio día. “Entre aquel amigo y yo no hay punto de comparación”. Hace referencia el hecho de que el trabaja sentado.

Sus trayectos son relativamente cortos. Van de los veinte a los cincuenta minutos. Comunica comunidades indígenas con la cabecera. En los paraderos, los pasajeros entablan diálogos apagados en su lengua. No hay euforia. Rostros tristes. En su mayoría son jóvenes estudiantes. O mujeres que llegan con la esperanza de vender alguna hortaliza cultivadas por ellas en sus corrales. No veo hombres, o son los menos. A veces se suben para acortar el camino rumbo al barbecho. Se les reconoce porque llevan sombrero y sus aperos de labranza.

Él los identifica a todos. Les habla por su nombre. Y no necesitan anticipar la parada.

Como me siento excluido de las conversaciones, tomo el asiento de adelante. Me aclara que ese lugar está reservado para las muchachas pero que no importa. Empezamos la plática en la medida que lo permiten los corridos de la USB. Me habla de las fiestas de su comunidad seguro que son de mi interés. No le presto atención. Entonces me pregunta por el francés. Un antropólogo que estuvo por acá un par de años haciendo investigación sobre la comunicación que tienen los cerros entre sí y cómo esos diálogos, acuerdos, negociaciones, impactan en las personas y definen su bienestar.

Satisfecho dice que va por la segunda mayordomía. Uno de los grandes lujos sociales de la gente de por acá. La mayordomía, por ejemplo, es condición sine qua non para ser electo presidente auxiliar, el puesto político mas importante en la localidad. Aunque se trate de un cargo identificado con la religión católica, tiene sus implicaciones en el mundo de la política y los partidos. Fue chiquita: gastó ochenta mil pesos. Se justifica.

“Pudiste haber pagado el enganche de una combi y ser propietario”, lo pico. Voltea hacia mí, fija su mirada de tijera. Mueve la cabeza de un lado a otro. Veo un dejo de malestar. Se interpone un silencio largo.

“¡Y eso de ser mayordomo de qué sirve!”, digo finalmente. Para juntarnos y enlazarnos. Para conocernos y agradecernos. Para igualarnos, pues. Pero sobre todo –enfatiza– es una satisfacción individual. Se trata del gusto de dar. Quien no ha pasado por ahí vive como en zozobra, con la sensación de que algo le falta en esta vida. Sientes que te señalan cuando vas por la calle. Las fiestas, ya se sabe, sirven para refrendar la cohesión social y la pertenencia de grupo.

Recuerdo un artículo publicado en un periódico nacional por uno de los más reconocidos intelectuales, sobre la quiebra del ejido y la pobreza endémica de los campesinos. Como no queriendo la cosa reconocía ser propietario de un rancho en Veracruz. Un día, estando de descanso, se le acercó el capataz y le informó que un peón quería hablarle. Le pidió un préstamo de varios miles de pesos. Sorprendido por la cantidad, el hombre de cultura quiso saber el motivo. “Es que me toca la fiesta de mi pueblo”.

La mayordomía es una de las grandes instituciones igualatorias en muchos pueblos de origen indígena. La redistribución de lo acumulado durante el año. Pero más que eso es un mecanismo de seguridad social ante el desamparo en el que se encuentra la población indígena frente a un estado indolente. Los especialista hablan de economía de prestigio. Para los economistas ortodoxos se trata de uno de los grandes lastres que condena a los indios a la pobreza. Los intelectuales indígenas, los que se encargan de darle coherencia y refrendar la tradición, lo explican de esta manera. “Tomar la mayordomía es adquirir los derechos plenos de miembro de la comunidad”. Ser miembro pleno de la comunidad es asumir obligaciones y derechos relacionados con la sobrevivencia del grupo y las personas.

Ya se sabe que los partidos tienen muy mala fama entre las comunidades indígenas. porque rompen la armonía. Incluso se les ha expulsado. Se les acusa de introducir la división y la discordia y, más que bienestar, siembran el egoísmo y el odio entre “hermanos”. Sectas y partidos son equiparables, en el parecer de muchos.

Un día andando por la localidad me topé con una reunión singular dentro de la iglesia. Sacerdotes, autoridades políticas y mayordomos se encontraban reunidos planificando las fiestas del nuevo año. Uno de los sacerdotes tomó la palabra para hacer una larga síntesis sobre el proceso de conquista, colonización y cómo entre la iglesia católica “progresista” y la vieja tradición prehispánica no hay contradicción. Hay continuidad.