El microbús iba lleno en una tarde muy calurosa; los asientos todos ocupados y dos que tres personas de pié resisten las zarandeadas que el microbús provoca a sus inquilinos. Javier Bustos observa al chofer que poseía el volante con cierto desdén, lo giraba de izquierda a derecha como el camino reclamara su antojo, el joven recuerda los desaforados video juegos de carreras, uno que le gusta jugar de vez en vez, percibe mucha similitud entre lo real y lo irreal, su edad no le permite observar el peligro que significaba un conductor irresponsable.
El crepúsculo de la noche apenas comienza a dibujarse, las paradas del microbús son impredecibles, suena una canción de la Sonora Santanera a todo volumen, es agradable para pocos, a muchos nos les queda otra opción que armar notas musicales en su cerebro, los más afortunados, en su mayoría jóvenes, llevan música de su agrado en sus audífonos. Se detiene el transporte y dos hombres suben, tienen algo extraño, no se puede explicar, simplemente a varios les dio mala espina con solo observar sus rostros: rasgos duros, pómulos bien marcados, el ceño fruncido, los labios secos y cuarteados. Uno más güero que el otro. El alto no es que fuera moreno, su piel cocinada por el sol provocaba ese tono tostado, el cual delataba la playera sin mangas que portaba el susodicho, un tono bicolor bien definido en sus brazos flacos y marcados lo hacía inconfundible.
Quienes desconfiaron tenían razón, los dos tipos no subieron con la única intención de transportarse. La música guapachosa continua, es variada y con ritmos que provocan que alguno que otro rehúso mueva el zapato al compás de los timbales. Los sonidos estridentes que trae en sus oídos un metalero no le permite escuchar los gritos de reclamo que uno de los maleantes hace a los usuarios. Y así como el metalero, también los poperos, reggaetoneros, electrónicos, los norteños y cualquiera que lleve la música elevada pasa por desapercibido las circunstancias que acontecen en el momento.
El Bicolor, como después le apodó la justicia, lleva un arma consigo, apunta a mujeres y hombres por igual con el cañón amenazando su ser, les quita sus pertenencias mientras el chaparro inhala por la boca el solvente que trae en su puño cerrado, apenas roza los dieciocho años y se ve más grande que su compañero, quien le lleva poco más de un lustro de ventaja en la vida. Parece que tienen aversión por los jóvenes que aparentan, por su forma de vestir, pertenecer a una clase social algo privilegiada. Pues se detienen a observar y posteriormente insultar y confrontar a dichos jóvenes.
Le reclama a una chica, -¿por qué te sientes tan verga, con tus pinches lentes mamones, y tus pendejadas que traes colgando?-, que por la sorpresa y el miedo la fémina no puede articular ni la menor palabra. Pone el dedo en el gatillo y dispara, la joven desprende un estertor que le raspa la garganta, la bala atravesó su pecho manchando de café su blusa blanca, al menos así se veía la sangre desde los lentes del metalero, quien observó la escena con terror. El chaparro le quita del bolso el celular a la mujer, lo talla en su pantalón para quitarle las pequeñas gotas rojas de vida y lo guarda en la bolsa holgada de su prenda, donde lleva algunas otras cosas de los desafortunados.
El Bicolor le quita el audífono del oído al metalero y se lo coloca en el propio, -¿qué son estas pendejadas?-, le grita mientras coloca el arma en dirección al abdomen, le dispara. Javier Bustos es aficionado de la música electrónica, pero de igual manera gusta de tonos pop, banda, tropicales, independientes, nuevas tendencias, el folklore y muchos más, así mismo se hace llamar un ecléctico de la música. En su reproductor la variedad es extrema, música de todas corrientes suele escuchar en sus viajes de la escuela al trabajo y del trabajo a su hogar. Es universitario y empleado en una oficina de contabilidad, su sueldo es suficiente para darse el lujo de vestir bien y, a su juicio, a la moda. La música "sonidera", la que es muy popular en las fiestas y bailes de los barrios populares y muy populares de la capital del país, es la música, la cual le provocaba aversión, que por primera vez se atreve a escuchar en su reproductor.
El Bicolor, lo mira con rencor, se acerca a él, pone el metal caliente por las anteriores detonaciones en la frente de Javier, un segundo que le pareció eterno, mientras le quita el audífono de la oreja, le dice -a ver que pendejadas escuchas tú, pinche chamaco fresa-, ... Por un momento quitó el gesto que llevaba en el rostro desde el momento que subió a la unidad. Imaginó algo y una pequeña arruga marcó lo que parecía una sonrisa. Javier extrañó las discusiones que tenía continuamente con sus padres; los gritos que tenía que resistir en su hogar por parte de su hermano menor; las tareas tan difíciles que tenía que hacer a diario en la escuela; las juntas y reclamos que había en su trabajo; y a la compañera que siempre veía y que estaba a punto de invitar a salir. No se quería despedir, no tenía la oportunidad, pero inconscientemente lo estaba haciendo.
Los maleantes con tendencias sociópatas ya habían disparado antes... El Bicolor lo miró a los ojos, arrugó la frente y la nariz, y le arrebató su reproductor. No disparó. Pasó a otro lugar, y continuó. Hizo dos disparos más y huyeron. Gritos, espasmos, sangre, dolor, llamadas, muerte, heridos, muchas cosas ocurrían mientras Javier Bustos continuaba ensimismado en sus pensamientos, creía sentir la bala en su cabeza, pero no existía. Vomitó, y en seguida lloró, habían muchos sentimientos en su mente que nunca imaginó que existían. Siempre escuchaba a personas decir que la música era su vida, -¡exagerados!-, decía. En ese momento cambió todo su panorama, -¡la música me salvó la vida!-, al menos eso dice cuando cuenta su historia.