Edward Snowden dejó al descubierto un sistema de vigilancia que le permitía al gobierno recopilar, vía Google, Verizon, YouTube y Facebook: fotos, videos, llamadas, mails y contraseñas.

La búsqueda del bien mayor es una constante en la historia de la humanidad. Hay quienes advierten que según en la trinchera en dónde te encuentres podrás atemperar los valores que te van a permitir conceptualizarlo y definirlo.

Por ejemplo, la administración Obama tenía la firme convicción de que violar la privacidad de millones de sus ciudadanos e incluso de algunos líderes mundiales, valía la pena en aras de combatir el terrorismo. Los hechos traumáticos del 11 de septiembre del 2001 dejaron una marca dolorosa e imborrable. No había que bajar la guardia.

Sin embargo, no contaban que en 2013, uno de los analistas de la Agencia Nacional de Seguridad, consideraría también, bajo su propio esquema de valores, que valía la pena robar y dar a conocer datos que exponían dichos sistemas de espionaje. El primero orientado a registrar y guardar información sobre llamadas y el otro para acceder a fotos, videos, mails y contraseñas de los smartphones. Ambos de la mano de las plataformas prestadoras de dichos servicios como son Google, Apple, YouTube, Yahoo, Microsoft, Facebook, Verizon, entre otros.

Tanto el gobierno estadounidense como Edward Snowden decidieron violar la ley y no parece haber un consenso para ninguno de los dos respecto a si lo que hicieron fue benéfico o perjudicial. Lo que sí podría advertirse es que las dos acciones terminaron por revelar el lado oscuro de una de las democracias más antiguas del mundo, así como el papel preponderante que tiene la tecnología en la búsqueda de un Estado por mantener el control y en la paradójica vulnerabilidad que adquiere al hacerlo por esta vía.

Los detractores de Edward Snowden advierten que sería posible no tildarlo de traidor si no hubiera escapado a Rusia en 2013, en donde a finales del año pasado obtuvo la nacionalidad. Haber salido del país con tan delicada información y mantenerse bajo el regazo de Valdimir Putin, refieren, no abona a su redención. Si de verdad quiere pasar como un informante que hizo lo correcto debería regresar a exponer su caso y defenderse ante los cargos que se le imputan por sustraer información clasificada. 

El año pasado un tribunal federal declaró inconstitucional el sistema de espionaje que él expusó, por lo que, asumen algunos activistas, Snowden saldría absuelto.

Pero el ex contratista de la Agencia Nacional de Seguridad sabe que es mucho más complejo que eso y no piensa correr el riesgo. Hasta hace un par de semanas se mantenía atento de si Trump cumpliría su palabra y lo indultaría. La duda se despejó y en el último día que el magnate estuvo en la Casa Blanca firmó el perdón para 73 personas y la conmutación de las sentencias de otras 70. Snowden no fue beneficiado y desde Rusia tuiteó: “Preferiría estar sin Estado que sin voz”.

En la Parte I de este texto abordamos el legado de Steve Bannon, quien finalmente sí obtuvo el beneficio del indulto. A Edward Snowden y al peligroso estratega electoral los unen, más allá de la expectativa que tuvieron por el perdón de su gobierno, el uso que cada uno le dio a la tecnología para alcanzar sus objetivos, así como el impacto que tuvieron los hechos en la democracia norteamericana y los precedentes que sentaron para alcanzar y desenmascarar el poder.

Las repercuciones de ambos casos continúan. La fórmula Bannon es una maravilla para los líderes populistas, tanto para los que buscan el poder como para quienes lo detentan y quieren conservarlo a como de lugar, ya que a través del nuevo ecosistema de medios digitales --suministrado por las big tech-- es posible enrarecer tanto el ambiente que impide a los ciudadanos reconocer las verdades y hechos objetivos de la vida pública.

La consecuencia de ello es pavorosa: una sociedad fragmentada, anclada en individualismos y sin capacidad de construir comunidad y, por supuesto, sin posibilidad de encontrar puntos en común que les permita, en bloque, exigir. Miles de voces y esfuerzos diluidos que representan todo y nada al mismo tiempo. Sin peso alguno frente al abuso y a la abdicación de las tareas fundamentales del Estado.

Por otro lado, el caso Edward Snowden, aún con siete años de distancia, permite contextualizar el embate que el gobierno de Biden prepara contra los grandes corporativos tecnológicos, luego del pésimo sabor de boca que dejó un asaltó al Capitolio y un Presidente en funciones silenciado.

Y es que recordemos que Snowden no solo reveló un sistema de espionaje gubernamental, sino una eventual asociación entre el gobierno y las plataformas digitales para, por encima del derecho universal a la privacidad, buscar el bien mayor que es la seguridad. Al menos discursivamente así se maneja.

El debate debe madurar y no solo dejar al gobierno y a las big tech ponerse de acuerdo en qué es lo mejor para las sociedades. La participación ciudadana para acotar a ambos es crucial. La forma en la que se usa la tecnología, por el impacto político, económico y social, no debe ser analizada y convenida únicamente por dos actores y tampoco limitarse a un espacio geográfico.

Tiene tiempo que las fronteras físicas son irrelevantes y sin darnos cuenta las políticas de plataformas digitales moldean gran parte de nuestro actuar en la sociedad, no solo en México, sino en una gran parte del mundo. Asumamos la ciudadanía digital.