Quienes pensaron en 2018 que Andrés Manuel López Obrador iba a contenerse en la presidencia de la república, que los factores de la economía y la política iban a terminar por atemperarlo en sus posiciones más radicales, se equivocaron y con creces.
El tabasqueño ha confirmado que es un hombre de convicciones y de pasiones, que lleva en la sangre y en su temperamento político el trópico de su tierra; que disfruta como pocos del poder, porque lo estudió y lo padeció cuando era opositor, y que va a usarlo sin limitaciones, como de hecho lo ha estado haciendo, para hacer realidad su obsesión de pasar a la historia como el caudillo y constructor de un nuevo régimen.
Al de Macuspana le interesa y le corre prisa por cambiar todo el panorama institucional que venía consolidándose en el país desde la alternancia del año 2000.
López Obrador es un político que cree con vehemencia que el proceso modernizador de nuestra democracia, que comenzó en 1988, devino no en el fortalecimiento del sistema político o de los instrumentos de participación ciudadana y el bienestar de la población, sino en arreglos de cúpulas, de mafias, que crearon instituciones para consolidar una democracia a modo del modelo económico neoliberal, e impusieron en ellas a sus afines para garantizar la supervivencia de un status quo marcado por la corrupción y el derroche del dinero público.
Por eso, su empeño en generar instituciones como la consulta popular y la revocación del mandato, para apelar al anhelo colectivo de la democracia ideal, donde “el pueblo pone y el pueblo quita”. Y por eso su decisión de imponerse, con el uso de todo el aparato del gobierno, a los empresarios, al Poder Judicial, así como acotar o controlar a los organismos e instituciones del Estado o autónomas, como la Comisión Reguladora de Energía, la CNDH y el INE.
López Obrador conoce bien cómo gobernaron los autoritarios de otras épocas, porque los padeció siendo militante del PRI y opositor. Por ejemplo, Salvador Neme Castillo, el gobernador de Tabasco que al negarle en 1987 una candidatura a la presidencia municipal de Macuspana, lo obligó a iniciar la carrera y crear el personaje que es hoy; o Carlos Salinas de Gortari, que intentó coartarlo en más de una ocasión vía Manuel Camacho y Marcelo Ebrard, quienes se conformaron con negociar con líderes por debajo de la línea de mando de AMLO, que hoy ni siquiera forman parte del equipo del presidente.
Andrés Manuel tuvo un aprendizaje de tres décadas en la oposición para comprender, como ahora lo demuestra, que en México puede subsistir un proyecto político necesitado de cierta dosis autoritaria si se mantiene cercanía con el pueblo. Parece una perversidad, pero es pragmatismo puro. Por eso sus conferencias de prensa mañaneras que desquician a sus adversarios, y por eso su discurso como si estuviera todavía en campaña, con base a frases elementales, comprensibles para cualquiera; y por eso la descalificación burlona de la oposición, a quienes les decreta (una remembranza evangélica) su derrota anticipada.
Lo menciona poco, de hecho quizá sólo lo ha hecho en la entrevista que dio a Enrique Krauze para el ensayo de 2006 “El Mesías Tropical”, pero a López Obrador lo seduce la mano dura de un personaje llamado Tomás Garrido Canabal. Ese parece ser su modelo a seguir hoy que gobierna desde Palacio Nacional: un político de principios del siglo pasado que se impuso durante al menos tres períodos de gobierno en Tabasco, sea como gobernador o como una especie de líder moral de un movimiento de transformación regional inspirado en el socialismo, en la organización popular, campesina y obrera a través de cooperativas y “ligas de resistencia”, y en la educación “racionalista”.
Como López Obrador, que culpa de todo a “la mafia del poder” y a la corrupción, Garrido Canabal combatió contra dos enemigos que consideraba “el cáncer” de la sociedad de esos tiempos: la religión católica y el alcoholismo, y contra ellos desató una política autoritaria, totalmente restrictiva de las libertades ciudadanas, que para sorpresa de muchos estudiosos de la historia contó con un amplio respaldo social y generó una simpatía hacia su figura, que se mantiene hasta nuestros días.
El autoritarismo garridista organizó no un partido, sino una especie de grupos de defensa de su proyecto político, fanáticos garridistas llamados los “camisas rojas”, de evocación stalinista, y promovió a través de la “nueva conciencia social” que el pueblo bueno y ese grupo, destruyeran decenas de templos católicos y figuras religiosas, al tiempo que el gobierno habría en esos sitios escuelas públicas y cambiaba de nombre a pueblos, rancherías y ciudades. Por ejemplo, la capital de Tabasco dejó de llamarse San Juan Bautista y a partir de entonces se le conoce como Villahermosa.
El escritor Manuel González Calzada, autor de “Las Casas, procurador de los indios” (1951) y “42 grados a la sombra” (1954), describió a Tomás Garrido como “…Frío en la represión, constante en el rencor y el odio, tozudo en sus decisiones negativas, violento en el castigo y la venganza, egocéntrico, absoluto, desdeñoso de la cultura en su más amplio sentido, escaso en su formación sociológica, audaz en sus pretensiones, de ideas explosivas, altanero en su papel de jefe”. Para todos aquellos que esperaron verlo comedido, que pensaron que no iba a cancelar el NAIM y que creen que no va a usar las reformas fiscales para perseguir a sus adversarios, ése y no Benito Juárez, es el verdadero alter ego del presidente. De ahí su estilo de gobernar y lo que veremos en los próximos meses.