Aprovechando que se desarrolla como todos los años la FIL, quiero comentar que siempre he leído como una bestia: atrapando, devorando y rumiando todos los libros que caían en mis manos desde que tuve “uso de leer”, o sea, pasé de la etapa de los comics a la novelita y del “ojeo” al “hojeo” de libros en la biblioteca.

En aquellos juveniles tiempos, mientras me surtía semanalmente de varios libros, iba formando mi propio tesoro con adquisiciones en librerías de viejo.

Luego fui abandonando las visitas a la biblioteca y conforme aumentaba mi poder adquisitivo también aumentaban mis adquisiciones. Más libros y más estanterías para alojarlos. Novelas, poesía, teatro. Todo caía bajo la “ley de la gravedad” de aprender, asombrarse y disfrutar. Bastaba con tener tiempo, asomarse a un libro y experimentar la magia de convertir letras en ronroneos de placentera lectura.

Tardes absorto en lectura, noches embarcado en pasar páginas y avivar el fuego imaginativo. En paralelo los estudios universitarios me prepararon para explorar los libros de ensayo, primero los recomendados y luego según mi propio capricho.

Ignoraba que el futuro me depararía grandes sorpresas.

No hace mucho solía mirar complacido mi biblioteca. En esos tiempos muertos repasaba con la vista los lomos de los libros, extraía alguno y me asomaba a sus páginas y los párrafos o contenido acudían a la cita como viejos amigos.

Varios ejemplares de los cuales me temo que tan solo he leído unos cuantos, pero el resto ha sido olfateado y aparcado tras una breve lectura exploratoria pues siempre he dicho que siendo el tiempo limitado y la cultura inmensa, hay que abandonar con valentía el libro que no te engancha en las primeras veinte páginas.

Y por supuesto, ya somos mayores para tener criterio propio y tener las críticas de los críticos profesionales “en libertad bajo caución”. ¿Acaso acabaríamos un plato que no nos guste solo porque dicen que está bueno quienes cobran por decirlo o porque lo diga el cocinero? No hay mejor “gastrónomo literario” que uno mismo. La magia de un libro, a diferencia de los espectáculos en que tras pagarlo nos sentimos obligados a aguantar hasta el final si no nos complace, radica en que podemos apartarlo y dejarlo aletargado hasta que nos vengan las “musas a la inversa” o sea, no las que nos ayudan a crear sino las que nos empujan a disfrutar lo creado por otros.

Instalado en esa periódica visión amistosa de mi biblioteca me encontraba hace dos años cual sultán que mira las concubinas en sus estancias o baños, cuando una voz amiga me explicó que los lectores electrónicos “no mordían” y además eran utilísimos.

Aunque siempre he defendido a mis libros de papel frente a ese artilugio electrónico como quien defiende el vino de barrica frente al tetrapak, en esta ocasión protesté con poca convicción porque me gusta experimentar.

Así que me atreví a comprarme un lector electrónico (Sony eReder), con su funda y su cargador (unos 1,300 pesos de entonces).

En mi fuero interno abrigaba la intención de abandonar el artilugio junto con otras tecnologías que el consumismo me había llevado a adoptar y que estaban llamadas a dormir plácidamente.

Sin embargo, comencé a cargar el aparatito, de energía y de libros. Y empecé a leer algo. Y seguí. Y comencé a llevarlo de viaje. Y a echarlo de menos. Y ahora me siento desnudo sin mi libro electrónico.

Pero veamos las razones de este enamoramiento que a mi juicio radican en las grandes ventajas prácticas de esa pareja perfecta que son los libros electrónicos, los llamados ebooks.

La facilidad de llevarlo a todos lados. Su tamaño, ajustado al bolsillo de una chamarra, permite que se lleve con facilidad y ligereza.

Su capacidad. Un libro electrónico son muchos libros a la vez pues permite llevar a punto más libros de los que podemos leer en varios años de nuestra vida a dedicación completa.

Permite subrayar. ¡Un sueño! Se subraya, y se borra lo subrayado, y esas notas pueden consultarse de forma rápida.

Se puede buscar una palabra en el texto de forma simple y rápida. No hay que hojear arriba y abajo. Se pone la palabrita y nos vamos a todas las partes donde figura.

Permite aumentar o disminuir el tamaño de las palabras para acomodarlo a las necesidades de cada cual. ¡Y ofrece una cómoda sensación de pasar páginas, familiar y grácilmente!

Es fiel y sustituye al marcapáginas. Abro el libro varios días después y se abre justamente donde lo dejé.

Es cómodo al tacto. Una funda de imitación de cuero y nos ofrece un “lomo” de libro y cubierta de gran poder táctil.

No se amarillenta con el paso del tiempo ni es foco de microbios y bacterias del papel.

A diferencia de las “tabletas electrónicas”, el libro electrónico utiliza “tinta electrónica” pero no proyecta luz sobre los ojos, con lo que se lee bien con luz de exteriores y no provoca fatiga visual.

No perjudica al medio ambiente pues no ha precisado celulosa procedente de la tala de bosques.

Algo muy práctico: se puede leer en la cama en cualquier posición, ya que el libro de papel cuando se lee y se pasa la hoja, el cuerpo pide voltearse para adaptarse a la nueva perspectiva. Y no digamos la comodidad en tal circunstancia si hemos pasado de un enorme volumen de papel a un liviano lector electrónico.

Y como no, el libro en ebook, el mismo libro que usted desea, cuesta la mitad o un tercio que si se adquiere en formato papel.

Su facilidad de adquisición. Nada de librerías con fondos limitados y horarios estrechos. Se descarga y paga de webs de editoriales de forma segura y rápida. Sencillo elegir, sencillo pagar, y sencillo empezar a leer de inmediato.

Si el vino tinto acompaña a la carne, los ebook son ideales para viajes largos en autobús, tren o avión porque permiten llevar varios libros y leerlos según el estado de ánimo o interés de cada momento. No somos prisioneros del mismo libro durante todo el viaje.

Y si nos gustó tanto el ebook que lo queremos en papel, pues nada más fácil: se solicita la adquisición en este formato y hemos pasado de la persona amiga virtual a la de “carne y hueso”.

En la película Farenheit 451 basada en la novela de Ray Bradbury, donde los libros de papel son malditos y condenados a la hoguera por las autoridades que los culpabilizan de hacer pensar a la gente y cambiarlas, un grupo de disidentes aprenden los libros de memoria para transmitirlos oralmente y preservarlos para otras generaciones. Hoy día, gracias a los ebook no existiría necesidad de quemar los libros pues tendrían asegurada la eternidad por su facilidad de almacenamiento y transmisión electrónico.

Se dirá que no todo son ventajas: unas vinculadas al apego a la tradición y costumbre (“siempre me ha gustado leer en papel”) pero cuantas veces decimos a los pequeñuelos: ¿cómo sabes que no te gusta algo si no lo has probado?

Otras puramente economicistas (¿Y si te roban el lector electrónico? ¡Vaya disgusto!) pues lo mismo que si nos roban el celular o si utilizan nuestra tarjeta de crédito fraudulentamente: la patología excepcional no debe marcar la vida cotidiana (¿Quien deja de volar en avión por si hay un accidente aéreo?).

Otras extravagantes y ocurrentes: ¿cómo te van a dedicar con firma un libro electrónico? (parece que mejor recuerdo que un autógrafo será un selfie con el autor o un garabateo en otra hoja, y además… ¿cuántos libros tenemos dedicados por sus autores y cuántas veces los releemos?).

La más usual es aludir al olor del libro y el tacto del papel, pero me temo que pocos lectores realmente compran un libro por la cáscara sino por el contenido.

No deja de ser paradójico que quien no lee ebooks y protesta por tales tecnologías como algo poco natural e incómodo, suelen ser personas que se comen la vista consultando el celular o chateando.

Además todos hemos experimentado sin traumatismos el tránsito de la escritura caligráfica y manual al teclado frío de la computadora. De pagar con dinero en el bolsillo a usar la tarjeta de crédito. Del televisor en blanco y negro al televisor de plasma con control remoto (quien no recuerda que cuándo éramos niños nuestros padres nos lanzaban un grito para que acudiéramos a la sala del televisor para que nosotros les cambiáramos de canal). Del teléfono fijo al celular (recordemos cuando teníamos que llamar a la casa de la niña que nos gustaba, y cómo. ¿Alguno se ha arrepentido de estos cambios? ¿recuerda cómo se negaba inicialmente al tránsito de estas mejoras tecnológicas y cómo ahora mirando hacia atrás, no se arrepiente?

Salvo que usted pertenezca a los amish, confesión religiosa y modo de vida sin electricidad ni teléfonos, me atrevo a recomendarle que explore los lectores electrónicos y se zambulla en este nuevo mundo de los ebook. Ninguno de mis amigos próximos, algunos de edad reacia y otros de mente rígida, se han arrepentido. Los usarán más o menos, pero están ahí para servir a su propietario de forma rápida y con un costo muy accesible.

Y si alguien además tiene vocación, ínfulas o deseo de ser escritor resulta tan fácil escribir hoy electrónicamente con su computadora y poner en “blanco y negro” sus ideas (novelas o ensayo) como publicarlos de forma digital, con mínimos costos e incluso con formato complementario en papel o con presentación pública en local o librerías de la obra. O sea, es fácil leer las propias obras en el libro electrónico. ¡Un sueño!

Es cierto que quien no le gusta o no quiere leer, no lo hará en ningún formato. Pero el que quiera alimentar la memoria, la imaginación, la reflexión, la placidez, la recreación de otros mundos o vidas, la evasión de los problemas… ¡lo tiene fácil!

Ni soy adicto a los ebooks ni tengo motivos para odiar a las imprentas, pero me da pena que existan lectores ávidos de nuevas lecturas y no se atreven a salir de la trinchera de su libro de papel. Fuera hay una gran ciudad y grandes maravillas.

Lo saben bien en Estados Unidos y en los países iberoamericanos donde el libro electrónico hace furor mientras que en otros países como México el avance es lento pero sostenido. Algún día no lejano nos reiremos de ser tan conservadores culturalmente.

Y no se trata de ser vegetariano o carnívoro. Basta con ser omnívoro. Leer libros en papel y libros electrónicos. Ahí está la felicidad.

Sirva lo anterior para referirme al extraño caso, de un libro que fue devuelto a la biblioteca dos siglos después de haber sido solicitado

Que levante la mano el que no haya pagado alguna “sanción” económica por devolver tarde un libro a la biblioteca o, peor aún, el que no tenga en su biblioteca particular algún libro sospechosamente sellado con el distintivo de algún templo del saber… Pero este caso se lleva la palma por su tardanza en devolver el libro, 221 años, y por el autor del “crimen”, George Washington.

George Washington fue el primer Presidente de los Estados Unidos (1789 – 1797) y Comandante en jefe del Ejército Continental de las fuerzas revolucionarias en la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos (1775–1783). Era un hombre con una buena situación económica, rechazó la asignación de 25.000 dolares al año que le confirió el Congreso, y quería ser un gobernante justo. Así que, el 5 de octubre de 1789, “tomó prestados” de la New York Society Library el libro “Law of Nations” (un ensayo sobre los asuntos internacionales) y el duodécimo volumen de una colección de 14 volúmenes de los debates de la Cámara de los Comunes Inglés para empaparse de leyes. El problema es que se le olvidó devolverlos.

Según las normas de la New York Society Library los libros se tenían que haber devuelto el 2 de noviembre de ese mismo año, pero en el libro de control de los préstamos no se hizo constar tal fecha, sólo en el apartado de prestatario figuraba: “el Presidente“. La multa, de unos centavos al día, actualizada a fecha de hoy ascendería a 300.000 dólares correspondientes al libro “Law of Nations” ya que el otro libro sí que apareció cuando se hizo inventario.

Enterada del asunto, la institución George Washington’s Mount Vernon Estate & Gardens, que gestiona el legado de George Washington, regaló una réplica del libro a la New York Society Library el 19 de mayo de 2010.

Según el director de la biblioteca, Marcos Bartlett: “No estamos trabajando en las multas pendientes, pero sería muy feliz si somos capaces de recuperar los libros”. Y este mensaje, conciliador, lleva implícita una denuncia, ya que existen otros “ilustres morosos” como Alexander Hamilton, el primer Secretario del Tesoro, y Aaron Burr, Vicepresidente durante el mandato de Thomas Jefferson.