Crecí en un hogar donde existían polos opuestos. Mi madre siempre fue una furibunda anti yanqui y mi padre un admirador de los norteamericanos. Hizo hasta el intento de enrolarse en su ejército. Mi padre llegó con su familia a Ensenada por allá de 1946. Su madre, una mujer emprendedora y adelantada a su tiempo había decidido escapar del ambiente opresivo de los altos de Jalisco, donde era mal visto que una mujer tuviese tanta iniciativa.
Apuntó para el norte hasta llegar a Ensenada, la ciudad que le gustó para hacer vida. Se establecieron en un amplio solar entre la calle primera y el arroyo, cerca del Riviera. La abuela vendía mantelería y deshilados. Se surtía en Aguascalientes, vendía todo tipo de cobijas, colchas, chamarras, jorongos, suéteres escolares y algunas cosas más. Le alcanzó para tener casa, trece departamentos, un par de locales comerciales y un rancho.
En ese ambiente mi padre pasó su niñez. Aprendió que el trabajo duro significaba una vida cómoda. Fue lustrador de zapatos, mesero, vendedor de puerta en puerta, subgerente de un sitio turístico y hasta detective privado. No se perdía una película de James Bond.
Es cierto que los años de formación son determinantes. Siempre dije que mi padre, más que mexicano era un norteamericano de ética protestante. De pocas amistades, entregado a sus cosas, estricto consigo mismo y con nosotros, sus hijos.
Y nosotros, aunque no queramos, heredamos parte de su visión del mundo. Mi padre es religioso, al igual que mi madre, es devoto y vive apegado a su fe. Pero eso nunca significó cerrazón. Las sobremesas en nuestra casa siempre fueron épicas, lo siguen siendo. Un lugar abierto para la discusión de casi cualquier tema, o para la simple y llana carrilla. Eso sí, sin palabras altisonantes, las cuales no existen en el léxico de Don Ramiro. Mi madre llora de la risa a la menor provocación y es permisiva en el uso de las malas palabras, después de todo es sinaloense, y sinaloense que habla sin groserías debe de ser puesto en un museo.
Por eso se me ocurrió escribir sobre Él. Leía en la mañana un artículo en el que se habla de una absoluta falta de educación de nuestra clase política y me preguntaba qué habría sucedido si hubiesen sido educados por alguien como mi padre. Porque nunca hubo medias tintas. El respeto, la decencia y la empatía no admitían interpretaciones alternas. Era un solo camino por el cual debíamos conducirnos. Fuimos educados en la cultura de las consecuencias, a cada acción correspondía una reacción. La reputación es una camisa desechable que se te da una vez en la vida.
Por eso Él siempre la cuidó. Como profesor, padre o comerciante siempre ha vivido bajo esos preceptos. A nuestro país le hacen falta muchos hombres como mi padre. He tenido el privilegio de ser su hijo, porque a pesar de ser un hombre de pocas palabras, siempre ha sido de muchas acciones.
Historias acerca de la firmeza ética de sus convicciones hay muchas. Una de ellas sucedió en una tortillería. Mi primo, a la sazón un niño la platica como si hubiese sucedido ayer. Un tipo llega a insultar a la mujer que atiende a los clientes. Su ex pareja. Mi padre se sitúa en medio. Le dice que no es manera de tratar a una mujer. Tiene 17 años. El tipo ríe y la sigue insultando. Mi padre lo noquea. Cae entre unos costales de maíz. Espera a que despierte y lo corre.
Es curioso como la religión ha dejado de ser un faro que guía los comportamientos morales de la sociedad. Organiza marchas para impedir el matrimonio igualitario, pero no condena los crímenes que se acumulan por cientos de miles en el país, cometidos en su mayoría por católicos en contra de otros católicos. Porque la inmensa mayoría de los sicarios y criminales son católicos.
Ahora, ya con hijos adultos entiendo que hay ciertos preceptos éticos que deben regir nuestras vidas. Muchos de ellos nacen en el núcleo de la familia. La compasión, la ética y la empatía deberían elevarse como valores supremos. Las escuelas han perdido rigidez ante la acometida de lo políticamente correcto (no le hables fuerte al niño porque lo traumas y necesitará psicólogo). Y la educación cívica ha desaparecido.
Los delincuentes han tenido padres débiles o permisivos, o quizá no los han tenido, y las prisiones son universidades para la delincuencia.
Es por eso que recordaba las enseñanzas de mi padre. Y se lo agradezco. No hay soluciones fáciles a la espiral descendente en la que hemos caído. Pero al menos podemos identificarlas. Un abrazo.