Las recientes elecciones en los Estados Unidos nos han recordado la robustez, dinamismo, fortaleza y pujanza del federalismo estadounidense: cincuenta estados y un distrito federal organizados en un pacto federal con pleno respeto a las prerrogativas de las entidades. Las denuncias de fraude del presidente Trump han sido rechazadas por las autoridades estatales, a la vez que algunas cortes locales han desechado las exigencias del mandatario, en un auténtico ejercicio de sus autonomías.
¿Alguna vez hemos visto a los cincuenta gobernadores de Estados Unidos reunidos con un presidente, en una versión estadounidense de la CONAGO? No, jamás. A lo largo de los últimos siglos, los estados americanos han consolidado un sistema fiscal propio, una sana recaudación local que les ha facilitado un libre ejercicio de sus libertades constitucionales y una independencia del gobierno federal. De igual manera, han construido un auténtico aparato de seguridad local, mismo que les ha permitido prescindir de Washington —con contadas excepciones— en diversas materias. Las leyes federales, por su parte, se limitan a la regulación del comercio interestatal y a un puñado de temas en concierto con las entidades, así como a asignaturas como la seguridad nacional, servicios de inteligencia y defensa.
A diferencia de los Estados Unidos, nuestro federalismo es débil, y si se quiere, cuasi moribundo. Mientras un puñado de estados contribuyen desproporcionadamente a las arcas federales, otras entidades dependen económicamente, y en materia de seguridad, de las aportaciones de la federación. De allí la reciente polémica en torno a la Alianza Federalista y a la exigencia de los gobernadores al presidente de no reducir los recursos federales.
Por este motivo algunos de los gobernadores cortejan al presidente y al secretario de Hacienda, en un acto de sumisión frente a los responsables de la disposición y erogación de los recursos destinados hacia sus entidades. Por otro lado, los grandes estados, al contrario, desafían al gobierno federal con amenazas de disensión y de violación del pacto de coordinación fiscal. Es otras palabras, nuestro precario federalismo ha conducido a la violencia política entre los gobernadores y el presidente de la república.
Desafortunadamente, la debilidad del sistema federal mexicano conlleva condiciones de corte estructural, pues la historia de México ha atestiguado recurrentes atentados contra el espíritu federalista de nuestro país. Su fortalecimiento, y una posible aspiración a asemejarnos al modelo estadounidense, requerirá esfuerzos generacionales extraordinarios.