Terminé de leer Salvar el fuego en una noche de insomnio. La lectura se antojaba como la amenaza de prender en llamas mi sueño y reducirlo a cenizas, así como la casa de Cocteau, que ardía; como los escritos de José Cuauhtémoc que corrían el riesgo de quemarse y desaparecer. Yo, al igual que ellos, esa noche también decidí salvar el fuego y enfrascarme en horas de lectura frenética. Leí la última hoja con el alba colándose entre mis cortinas. Mi esposa aún dormía a mi lado.

La originalidad de la novela es comparable con su potencia. El uso de mexicanismos—en especial los pertenecientes al norte del país—, sin uso de comillas ni cursivas, aunque lejos de apelar a la creación de neologismos, me dejó maravillado. Este lenguaje variopinto, lleno de folclor, acompañado de sinónimos, adornado con múltiples colores y aderezado con un sinfín de olores y sabores, aparte de enriquecer al texto sobremanera, en momentos dota a la obra de un humor negro que, al arrancar una risa, puede provocar en el lector un extraño cosquilleo de culpabilidad.

En Salvar el fuego encontré no sólo mucho, sino lo mejor de Guillermo Arriaga. Hay capítulos en los que usa la pluma como cincel; en otros como metralleta. Un verdadero artista mexicano del siglo XXI. Pero también me encontré ahí entre líneas, como testigos mudos de la narración u homenajeados, a Flaubert y a su Madame Bovary, a Revueltas y a su Apando, a Elmer Mendoza y a su Amante de Janis Joplin. Y a muchísimos otros más. Porque las intertextualidades en materia de música, historia, literatura, arte, son incontables. Un deleite cultural, especiado con narco cultura.

Escrito a tres voces–primera, segunda y tercera persona–, con narradores protagonista, omnisciente y equisciente, Salvar el fuego es la materialización del talento literario. Es un coro, una confesión, una historia, un grito, un manifiesto. Y no solamente eso, la heroína que narra su historia es mujer. El libro también es una reivindicación a la libertad sexual y a la feminidad y su libre albedrío. Incluso Arriaga Jordán participó para el Premio Alfaguara 2020 con el seudónimo de Isabela Montini. Lo ganó.

Los ejes de la novela son el amor, la violencia, la venganza. Luego los furiosos oxímoros, las vehementes antítesis, que han distinguido la narrativa de Arriaga: por un lado, la naturaleza árida e infinita de las serranías y los desiertos de Coahuila; por el otro, el concreto y los barrotes del Reclusorio Oriente. Entre la superposición de planos tempo espaciales también resalta la contradicción entre la pequeña burguesía mexicana con la miseria imperante en México. Ya no habrá lucha de clases. En México, la criminalidad ha sustituido al lumpen proletariado. Salvar el fuego también es profecía.

Aplaudo de pie el atrevimiento y la elegancia de Guillermo Arriaga. Sin caer en el terreno común de épater le bourgeois, ánimo recurrente de uno de sus personajes en la novela, el autor logra tocar fibras sensibles, cuestionar costumbres, criticar, condenar, con flechazos precisos. Y es que la sangre, el semen, la pobreza, la corrupción, los orgasmos, son realidades cotidianas en México, no son hostilidades.

Salvar el fuego es la novela del año dos mil veinte, pero será eterna. Su reflejo del sufrimiento que azota a los mexicanos desde hace siglos, su reprensión contra la injusticia galopante que nos arrastra a diario en este país, hace de esta obra una escultura de la bestia amorfa en la que se está convirtiendo México. Pocos autores han acariciado las entrañas de una cárcel, del narcotráfico, de un hijo kafkiano y de una mujer burguesa, para luego extirparlas, revolverlas y hacer de esa mezcla una obra de arte.