Uno de los debates que se está dando de manera soterrada en México en estos días, es el de la globalización. No pocos entusiastas del triunfo de Andrés Manuel López Obrador, consideran que este proceso de interdependencia entre las naciones, a partir del libre intercambio de sus recursos, nos ha hecho más pobres a los mexicanos y ha limitado nuestras potencialidades de desarrollo.

Lo han expresado en muy diversos tonos, por supuesto, personajes como Paco Ignacio Taibo, en cuyo caso se entiende viniendo de un escritor marxista, pero también articulistas financieros como el maestro Alberto Barranco Echevarría, quien en las últimas semanas ha venido aportando en sus textos periodísticos y en su cuenta de Twitter, argumentos para ir reforzando en el imaginario colectivo esta versión de que lo global, más que ayudar, nos ha perjudicado.

En el que pudiera parecer extraño caso de Barranco, sus textos y tuits cuestionando la globalización ponen énfasis en algo que es causa de verdadera fascinación entre la futura clase gobernante: por un lado, la nostalgia en torno a un supuesto pasado glorioso que vino a ser avasallado por la modernidad, y por el otro, el orgullo de lo nacional, de lo hecho en México, como piedra fundamental de todo lo bueno que deba pasarle a un país que tiene en la letra de su himno nacional, una arenga perenne contra lo extranjero.

El caso extremo es el de Alberto Montoya Martín del Campo, propuesto para ser subsecretario de Hidrocarburos en el gabinete de López Obrador, quien colocándose en la antítesis del empresario y también futuro jefe de la oficina de la Presidencia, Alfonso Romo, no duda en comparar la reforma energética realizada en el sexenio de Peña, como el segundo saqueo histórico de la riqueza nacional, después del de los españoles, al tiempo que pondera los esfuerzos nacionalistas de países como Bolivia, Nicaragua o Venezuela, por hacer uso “sin depender del yugo extranjero” de sus riquezas naturales.

En este escenario, los cambios a políticas estratégicas, justamente como el tema del petróleo y la energía, que han sido anunciados por el gobierno que entrará en funciones el 1 de diciembre, aportan elementos sólidos para pensar que en el país que habremos de vivir los próximos seis años, van a soplar vientos “antiglobalifólicos”.

Así planteadas las cosas, hay quienes ya olieron la sangre e identifican las inclinaciones de los que nos gobernarán dentro de unos meses y contribuyen a enrarecer todavía más este debate en el que, vaya la cosa, no hay quien saque la cara por la defensa o al menos, la otra versión de la historia. Me refiero por ejemplo, a un ex candidato del PAN a diputado plurinominal, de nombre Paulo Díez Gargari.

Este abogado tiene desde hace más de cuatro años, una disputa mediática y legal contra una empresa española, OHL, a la que ha acusado prácticamente de todo: desde obtener licitaciones amañadas, hasta de engañar a los accionistas y al Mercado de Valores a la hora de presentar el resultado de sus estados financieros. Periodistas como el propio Barranco Chavarría han dejado en claro que detrás de la campaña en medios contra la compañía ibérica, hay una venganza (la afectada denunció ante la PGR que una extorsión) porque Díez representa a Infraiber, una empresa que perdió un contrato valuado en 4 mil millones de pesos en el Estado de México y que culpa a los españoles de su tragedia.

El dichoso contrato público es una belleza de ejemplo de lo que no debemos permitir como país, ni estando en presencia de empresas extranjeras, ni cuando el proveedor es una empresa mexicana. Resulta que Infraiber se constituyó apenas tres meses antes de recibir el único negocio de toda su vida empresarial y todavía más grave que su inexperiencia, resultan los precios acordados por la prestación del servicio, los cuales estaban por encima de los precios del mercado.

Dicho lo anterior, considero que la globalización no es el problema. Como proceso tecnológico, económico y social, lo global permite tener al alcance del país bienes y servicios que de otra manera no disfrutaríamos, y de la misma forma, nuestros bienes, productos y servicios pueden ofertarse como parte del mismo entramado comercial, prácticamente en cualquier latitud del mundo.

El problema viene cuando la apertura comercial de nuestro país, se hace desde una perspectiva delincuencial en la que el servidor público se aprovecha de su cargo para obtener beneficios económicos. Por eso, soy partidario de que se revisen todas las concesiones y todos los contratos públicos internacionales, tanto en autopistas concesionadas como en el nuevo aeropuerto internacional de la Ciudad de México, así como aquellos derivados de la reforma energética, pero también a empresas mexicanas como Infraiber, que pese a su campaña por presentarse como víctima, es prototipo de la corrupción que se quiere combatir.

Además, si acaso las sospechas de que lo que parece antiglobal obedece sólo –como piensa Alfonso Romo– a la genuina preocupación de López Obrador por combatir la corrupción, a los próximos funcionarios de Morena no les conviene alentar una campaña contra las empresas extranjeras, como la que ha iniciado Paulo Díez contra aquellas que financiaron el proyecto industrial Etileno XXI, entre ellas una en la que tiene intereses el próximo titular de la SCT, Javier Jiménez Espriú. Una campaña así y decisiones inspiradas en el odio a lo global, equivale a quemar el bosque para matar al lobo que amenaza comerse a la caperucita de la patria.