Desde el planteamiento de la IV transformación resulta interesante analizar lo siguiente: ¿se puede aspirar a un cambio sin ruptura? A partir de esta interrogante se derivan dos cuestionamientos: 1) ¿por qué cambiar? y 2) ¿es posible cambiar sólo dignificando y consolidando las instituciones, sin llegar a una dislocación social? En la raíz del planteamiento habría que ahondar, primero, en las condiciones que obligan y siguen obligando al cambio, para luego pensar detenidamente en los resortes básicos que posibilitarían ese cambio sin ruptura.

Contra lo previsto, el Gobierno de López Obrador no rompe con las reglas establecidas dentro de un sistema económico. Es decir, a partir del Estado no se pretenden inhibir las leyes del mercado; tampoco sustituir el papel preponderante que tiene la iniciativa privada en el proceso de inversión, menos aún se amenaza con llevar a cabo procesos expropiatorios. Antes bien, en términos de política económica, admirablemente se han asumido dos pilares básicos prudenciales, tal como se reitera en el documento “Política de Gasto Público en el Gobierno Federal para el Ejercicio Fiscal 2020”:

1.- “El compromiso con la disciplina fiscal y financiera, para garantizar la estabilidad macroeconómica y el fortalecimiento de las finanzas públicas”; previéndose un superávit primario de 0.7% con respecto al PIB en el ejercicio fiscal 2020.

2.- “La observancia escrupulosa de los principios de austeridad, para orientar los recursos públicos hacia rubros con un alto impacto en el bienestar de la población y en las capacidades de mediano y largo plazo de la economía”. En congruencia con este objetivo el 71.4% del gasto programable propuesto para 2020, equivalente a 3.1 billones de pesos, se va a orientar a Seguridad social y salud de los derechohabientes; al Fortalecimiento de energético y a Educación, cultura y deporte.

En términos económicos el Gobierno de la Cuarta Transformación o lo que ya se está conociendo “AMLOeconomics” dista mucho de ser un gobierno populista, término que puede llevar a diferentes acepciones sin importar tendencias políticas, porque bien se sabe que existen populismos de izquierda, pero también de derecha. Tampoco se pretenden hacer cambios sin tener el sustento fiscal para hacerlos; aclarando que todo gasto social sólo resulta viable cuando el mismo es sustentable. No se trata de forzar a toda costa un crecimiento de 6 o 7%, sin contar con los recursos que generan el ahorro y la adecuada gestión gubernamental. ¡No!, no se sigue el camino de otras economías, como la venezolana, la argentina o incluso, la brasileña, en donde el desahorro y el extraordinario endeudamiento han llevado a crisis profundas, ante el caos que genera la astringencia fiscal y financiera.

Frente a esta racionalidad económica, nuestra intelectualidad ha entrado a una crisis sin precedentes. En general actúan más los impulsos y los deseos, lo que les hace concebir una realidad a la que no deberían de aspirar. Desear que al país la vaya mal tiene que ver con un desvirtuamiento de la razón y generalmente se asocia con ideologías enraizadas e inflexibles. Se puede crecer mejor: ¡claro que sí!; pero no se vale apostar al fracaso. Seguramente, todavía se pueden hacer muchas cosas, pero hay que romper con los deseos insanos: es importante recordar que los retrocesos en nuestro país desgraciadamente suelen ser convulsos y de largo alcance. Es necesario subir el nivel de la discusión: dejar de percibir el futuro de México desde un punto de vista profundamente ideológico, sin importar la consciencia crítica. Lo trascendente no es suponer que se puede caer en el precipicio, eso es siempre una posibilidad; lo indispensable es contribuir con ideas para mantener una economía con una tendencia positiva y equilibrada.

Dentro de las disertaciones intelectuales se insiste que se debe crecer más y en forma sostenida, contexto que por el momento no es previsible en el Gobierno de López Obrador. Es importante crecer, sí, pero sin dejar de lado el cómo y la forma en la que se debe expandir la economía. El contexto debe obligar a pensar con mayor detalle: no ver al crecimiento como el simple proceso de invertir más, lo cual por sí mismo resulta redundante. La virtud del análisis no consiste en repetir lo que por sabido se calla.

En el uso de la racionalidad económica el Gobierno ha privilegiado la estabilidad macroeconómica, esperando congruentemente que se dé una alineación de los factores productivos y de mercado para posibilitar un crecimiento equilibrado y sostenido. Aun así, ante el crecimiento previsto de 1.5 a 2.5% para 2020, existe el cuestionamiento que el pronóstico resulta optimista. Lo interesante es que la mayoría de estos comentarios provienen de los líderes de los grupos empresariales; se les olvida que dentro del engranaje social son ellos los que tienen la función de impulsar las actividades económicas y la generación de empleos. O tal vez quieren que la racionalidad económica se descontextualice: ¿qué la economía crezca mediante la intervención del Estado, con gastos e inversiones públicos insustentables? ¡Qué paradoja!

Para crecer en los niveles que requiere el país: más de 4%, hay que hacer valer una política fiscal que aliente el proceso inversor, pero también resulta necesaria una participación creciente del sector empresarial. Esto último, debería asumirse como un compromiso.

En la obnubilación que ha propiciado el gobierno actual, hay quienes veladamente justifican la corrupción que imperó en los regímenes panistas y priistas. El recelo que ocasiona la personalidad del presidente López Obrador, les hace olvidar que la corrupción es antitética a la democracia; porque si la democracia es resultado de la voluntad popular, la corrupción en contraposición se torna siempre en daño social; de modo que hablar de una sociedad que a la par es democrática y corrupta es un verdadero galimatías. ¡México no puede ser una república democrática y corrupta!

Sin duda, conviene que el presidente López Obrador atenúe algunas de sus expresiones ideológicas y políticas, que dividen y antagonizan las posiciones intelectuales; pero es importante recordar el pasado reciente, procurar nuevos equilibrios y corregir desviaciones. No venimos de la perfección, se viene de los umbrales de lo que parecía un apocalipsis: pobreza, desigualdad y corrupción; de gobiernos con una frivolidad impensable, en donde la inconsciencia y la inmoralidad originaron un deterioro acelerado de las instituciones, afectando a un pueblo que no merecía eso. ¿O cómo calificar a la cuantiosa desviación de recursos de la Cruzada Nacional contra el Hambre?

En el extremo de la obnubilación intelectual, hay quien pretende se cambie la historia del país. Macario Schettino propone entre otras cosas: 1) asumir un nuevo reto fundacional haciendo a un lado nuestros mitos constitutivos como nación, sin pensar que ese tipo de mitos no se puede destruir porque tienen una pertenencia social; 2) enaltecer el espíritu indigenista de Maximiliano, sin antes ponderar el concepto de soberanía nacional; 3) reconsiderar al porfirismo, olvidando su pasado frío y sombrío que llevó a la dislocación social más grande de nuestra historia; y 3) poner en su justo nivel los alcances de la revolución mexicana de 1910, sin tomar en cuenta que en el México del siglo XX se crearon las instituciones que ahora nos dan vigencia como República. Existen deficiencias que no se tienen que soslayar, pero no podemos a cambio proponer una visión desfasada e inoperante de nuestra historia.

Si creo que en donde nos hemos quedado muy cortos son en los periodos en donde se pudieron dar cambios profundos: la transición democrática del año 2000, en la práctica sólo significó un cambio del partido en el poder: el PAN por el PRI; las reformas estructurales del presidente Peña Nieto fueron absorbidas por la corrupción y la ineficiencia. Esos entre otros aspectos.

La tarea urgente e ineludible es reconstruir el país con planteamientos propositivos que nos permitan alcanzar el mejor sistema de gobierno posible; pero viendo hacia adelante: impulsando un nuevo Estado y consolidando una relación progresiva entre el gobierno y la sociedad. Sin esto último no hay mito refundacional que valga. ¿No creen?