El nuevo organismo “mejorador” de la educación, que se creará próximamente y que entrará en lugar del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), según lo establecido en la modificación reciente al texto Constitucional ¿Está llamado a superar los excesos “evaluacionistas” del Estado mexicano, en materia educativa? Con la desaparición del INEE ¿Se decreta el fracaso de la cultura de la evaluación en nuestro país? ¿Con estos cambios inicia una nueva etapa de las políticas públicas educativas en México? A decir de los documentos publicados oficialmente, la respuesta es no. Digo que no porque la función evaluativa o evaluadora de la educación no desaparece ni se muda por decreto; y menos aún en su versión y concepción hegemónicas: La evaluación como instrumento legitimador del accionar del Estado mexicano en materia educativa y de las políticas públicas en ese ámbito.
“Evaluación, sí, pero no así...”
Esa concepción hegemónica de la evaluación de la educación constituyó el fondo del conflicto. Para el magisterio, sin embargo, el problema no era la evaluación en sí misma, sino la forma en que fue diseñada y puesta en práctica. El dictamen de las Comisiones Unidas de Educación y Puntos Constitucionales, de la Cámara de Diputados federal, de marzo pasado, afirma lo siguiente al respecto: “En el caso del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, estas dictaminadoras, sostenemos que no es compatible con la visión donde se reconoce el derecho a la educación, toda vez que su creación obedeció a factores que buscaban una fuente de legitimación para emprender una política laboral, que nada tiene que ver con la mejora de la educación en nuestro país y que se desvinculó de la obligación dual del Estado respecto a este derecho… La labor del Instituto, a muy altos costos (cuyo presupuesto pasó de 613 millones en 2014 a más de mil 227 millones en 2018) se centró prácticamente en establecer estos parámetros y estándares para el magisterio y, de manera muy marginal, ha contribuido al diagnóstico, “evaluación” del desempeño de autoridades educativas federales y locales, de los establecimientos escolares e, incluso, de la participación social en educación.” (1)
La cultura de la evaluación no fracasará, más bien y en todo caso, cambiará sus significados. Lo que fracasaría sería esa concepción “legitimadora” de la evaluación, como comparsa del poder político. Sin duda, ésta es una interpretación política e ideológica de los hechos. Interpretación que fue minimizada por la jerarquía de la evaluación, misma que dominó y cogobernó a través del diseño y aplicación de las políticas públicas educativas durante el periodo 2102-2018.
Si bien la condena que se hizo en contra del INEE estuvo marcada por impulsos políticos (válidos o no en ese terreno, por parte de la disidencia magisterial), me parece que en ese proceso hubo carencia de argumentos y de amplias o profundas discusiones, tanto de corte académico como de corte científico y técnico (y no me refiero a la falta de argumentos desde la racionalidad tecnocrática). Cabe decir que varios especialistas se han pronunciado al respecto, es decir, en contra de las decisiones técnicas del INEE, sin embargo, lo que los medios han registrado ha sido únicamente la interpretación politológica.
La misión central del INEE era desarrollar proyectos serios, consistentes, rigurosos para evaluar a las políticas públicas educativas, sin embargo, fue reducido a jugar un papel negativo, “inquisidor” (el villano de la película), como organismo responsable (no operador) de las evaluaciones de las personas y, en específico, de las evaluaciones del desempeño de docentes y directivos de la educación obligatoria, con efectos de “permanencia”. Reducción que sucedió por inducción, lamentablemente. Entonces ¿qué va a suceder con los necesarios procesos de la evaluación de las políticas públicas educativas y con la evaluación de los procesos más finos de la educación pública en México?
Una interpretación sobre las modificaciones (2019) a la Constitución Política, en materia educativa (Artículos 3, 31 y 73), indicaría que las y los legisladores, junto con las autoridades educativas federales (SEP), cancelaron formalmente, simbólicamente, no en los hechos, una etapa dominada por la “Evaluación Educativa” e inaugurarían otra, en esencia similar, pragmáticamente llamada de la “Mejora Continua” de la Educación Pública, (ambas adheridas a la lógica administrativa para lograr la “Calidad o la Excelencia Educativa”). Ante ello, me pregunto: ¿Toda evaluación merece ser tirada al bote de la basura o, en realidad, lo que se requiere revisar son las intencionalidades, los métodos y los significados de la evaluación educativa que se aplica en México? ¿Cómo encontrar el justo equilibrio entre las necesidades de evaluación de las políticas públicas y las de evaluación de los procesos finos de la educación, sin caer en falsos reduccionismos?
En ese contexto del debate, podría decirse que el tema de la “Evaluación” es inherente y constitutivo de los procesos educativos. Hoy en día casi no se podría hablar de educación sin pensar en el concepto (y en los procesos) de la evaluación. Sobre todo, si de lo que se trata es de tomar decisiones socialmente relevantes y pertinentes. Por ello, y sin temor a equivocarme, pienso que la relación entre la evaluación y la educación se ha convertido en un vínculo orgánico. De eso no hay duda. Como muchos otros asuntos, el campo de la evaluación educativa, es valorado también (y sobre todo) como un activo importante de la investigación educativa; un campo cuya fenomenología implica un análisis profundo y creativo.
Habría que revisar entonces no sólo los niveles de aplicación de los métodos, las técnicas y las concepciones de la evaluación educativa (evaluación de personas según su participación en el “sistema” educativo; evaluación de procesos, de materiales y métodos didácticos, de programas educativos, de infraestructura, de financiamiento, etc.), sino también sería conveniente mirar hacia las diversas aproximaciones filosóficas (epistemológicas), sociológicas y antropológicas que se han generado durante los últimos años al respecto. Más allá de algún corte específico del fenómeno educativo a investigar o indagar, y considerando las necesidades sociales, es importante pensar o reflexionar sobre los modelos o paradigmas más generales de la evaluación educativa, así como en sus aplicaciones como recursos para la investigación o la toma de decisiones en materia de políticas públicas.
Un texto específico y analítico de José Manuel García Ramos, sobre la relación entre evaluación de programas e investigación educativa (2), por ejemplo, señala las dificultades y los vacíos que existen en ese campo: “El tema de los métodos en el ámbito de la Evaluación Educativa, presenta algunas variaciones importantes respecto al ámbito de la investigación educativa. Aun cuando la metodología de la evaluación de programas proviene claramente de la metodología de investigación, ha tenido que ir haciendo adaptaciones sucesivas para resolver problemas específicos que han ido dando lugar a métodos propios que, siendo básicamente los mismos, en su proceso, al de la investigación aplicada, introducen algunas variantes o particularidades. En la actualidad, la evaluación de programas se caracteriza, por la falta de acuerdo en lo que es, en cómo debe hacerse y para qué debe hacerse la propia evaluación. De hecho, podríamos volver a agrupar los grandes enfoques metodológicos alternativos, de nuevo, en dos principales: a) Esquema Tradicional-objetivista y básicamente externo, y b) Modelo Participativo-subjetivista-crítico y básicamente interno; alternativas que nos devuelven a la discusión originaria...”.
Por otra parte, en un texto sobre el papel de los tomadores de decisiones en el campo de la evaluación educativa, Fernando Reimers y Noel McGinn hacen un interesante comentario crítico al señalar lo siguiente: “Los problemas educativos, tal como son enfrentados por los formuladores de política, carecen de la precisión que ha de encontrarse en un estudio sistemático que pueda especificar con anticipación todas las variables relevantes. Hay dimensiones pedagógicas, económicas, legales, burocráticas, etcétera, en los problemas afrontados por los tomadores de decisiones y en las alternativas que pueden ser consideradas. Sacar a colación la experiencia altamente especializada en el análisis racional para examinar los problemas e identificar soluciones es un ejercicio útil, pero que, por definición, simplifica las dimensiones del problema. Por lo tanto, las alternativas deben considerarse no dentro del ambiente simplificado del analista, sino en el mundo real, donde las personas y los grupos concretos expresan estos múltiples intereses”. (3)
Después de todo, me pregunto si los expertos en evaluación educativa, sobre todo aquellos y aquellas que participaron como consejeros del INEE en la época de la “autonomía constitucional” (2013-2019), alguna vez exploraron los escenarios institucionales y políticos que se iban a generar (y que ellos mismos propiciaron) en el sentido de que las relaciones políticas e ideológicas (tan negadas al interior del INEE), terminarían por rebasarlos.
Fuentes consultadas:
(1) Dictamen de las Comisiones Unidas de Educación y de Puntos Constitucionales con proyecto de decreto, por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de los artículos 3o., 31 y 73 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia educativa (versión del 20 de marzo, 2019).
(2) José Manuel García Ramos (1999). Investigación y evaluación. Implicaciones y efectos. Algunas reflexiones metodológicas sobre investigación y evaluación educativa. Revista Complutense de Educación, vol. 10, n. 2 (p. 189-214)
(3) Fernando Reimers y Noel McGinn (1997). Diálogo informado: el uso de la investigación para conformar la política educativa. Ciudad de México: Centro de Estudios Educativos. (p. 51-52)