Creo que el Papa ya estaba cansado de guardarse las palabras. Aunque durante su visita a México habló demasiado, se notaba que le costaba trabajo no decir lo que piensa de este país que lo recibió con los brazos abiertos, pero que no es capaz de forjarse un futuro. Así que esperó a que alguien le diera un pretexto, por ejemplo que lo sacara de equilibrio. Pensó que era el momento ideal para dar su mejor discurso. Así, de manera natural, como no siendo dueño total de la situación, pues era una visita de Estado.

Tal vez ya lo venía planeando desde días atrás. Sólo era cuestión del buscar el momento preciso. Él sabía que las olas de gente nunca iban a ceder, que México es un país profundamente religioso. Lo mismo lo iban a buscar en el circuito interior que afuera de la Nunciatura. Es igual en Morelia que en Ciudad Juárez. La multitud es una buena excusa para gritar la verdad.

Es posible que ese día en la mañana desayunara con esas palabras en la boca. Si es así, creo que saboreó de más los alimentos. ¿Qué tal un quesito de cabra? Se subió al papamóvil y se dio cuenta que esta no era una gira más. Aquí, pensó, la gente se merece un extra. No es cosa de la bendición normal y monótona. Aquí,  en México, el aire frío sabe mejor. Aquí puedo estar más tiempo de pié, pensó. El dolor de ciática puede esperar. A México he venido a trabajar en serio, lo cual es significativo a mis 79 años. Aquí puedo detenerme para escuchar con atención a una pareja de chicas que cantan con el corazón. Tan es así que lloran al verme. Soy el Papa, esa figura fuera del orbe. Me quedo escuchando a las jovencitas porque al mismo tiempo que cantan, bailan, mueven los brazos y sonríen. Además, soy el Papa y puedo disponer de un poco de tiempo en la agenda.

Francisco sabe muy bien el poder que posee. Sabe que tiene la virtud de ningún otro en este mundo. Es una especie de dios terrenal. A ninguna otra personalidad la gente la alabaría en esa proporción y con esa enjundia. Él es la única persona a la que acuden a ver pasar millones… desinteresadamente. Eso le sucede sólo a él. Digamos que su competencia más directa es la Virgen de Guadalupe. De ese tamaño.

Por eso mismo, a él le gustaría que un pueblo católico estuviera mejor. Sabe que Ecatepec ha sido maquillado, se imagina la realidad de Morelia, conoce la historia de Ciudad Juárez y sin embargo hay un protocolo que cumplir. Las palabras deben ser precisas, pero conciliadoras. A veces un pequeño regaño, pero no más. Entiende que no ha venido a incendiar los restos de este México secuestrado por su clase política. Así que encuentra una indirecta y se la dice a los obispos. Les reclama que la iglesia católica se ha convertido en una vecindad del chisme, con Norberto Rivera a la cabeza. Dejen de pelearse sin pelearse, les dice. Los convoca a darse la cara y a decirse las cosas de frente, como hombrecitos. Si quieren pelear, pues peleen. Como buen réferi, los invita a ponerse los guantes. Sabe que el mensaje pasa por televisión, y que Palacio Nacional está a cien metros de la Catedral. La indirecta es clara. Escúchalo clase política

Sin embargo, debe encontrar el sitio para decir algo que en verdad le salga de las entrañas. Como gran orador que es, entiende que el tono es muy importante. Ya llegará el momento, piensa, y sigue su camino. En el helicóptero aprecia un país fértil. Su fuerza de trabajo lo ha sacado adelante, no sus gobernantes.

Un ejemplo son las pirámides de Teotihuacán que desde ahí puede ver. Esta es una nación con historia y con porvenir. Pero hay que sacudirse las cadenas que la tienen secuestrada.

Las visitas de Estado obligan al protocolo, que incluye saludar de mano a los  políticos: artífices de todos los males de todos los pueblos. Ni modo, hay que ser cortés con Eruviel, con Mancera, con Silvano, con Peña. ¿No podríamos saltarnos esa parte? Desde luego que no, pues es parte del show. Aunque sea el Papa, está obligado a ser amable con los poderosos. El poder, por consiguiente, es un virus que no tiene cura.

Sin ir más lejos, las vallas kilométricas para ver a Francisco están aderezadas con el poder de la religión. Los creyentes tenemos la necesidad de creer en alguien superior. Puede ser un hombre o una mosca. El asunto con Francisco es que encarna la fantasía hecha realidad. Es Dios a través de la avenida Insurgentes. La siguiente parte de este cuento sólo la conoce el propio pontífice, y lo mira todos los días al verse al espejo.

A México ha llegado poco tiempo después de que los prisioneros del Topo Chico participaron en una película de acción. El argumento central era la muerte. Tuvo que haber sido increíble ese caos sangriento. Con gritos alucinantes. Pero llegó el Papa, y el país entró en una aparente calma. No obstante 13 personas fueron acribilladas en Sinaloa. O sea, ante el espectáculo televisivo, hay realidades que es imposible ocultar. El infierno mexicano dio la batalla mientras el máximo jerarca católico hacía su mejor esfuerzo para consolar a los enfermos.

Iba y venía de los eventos con las ganas intactas de decir lo que no podía decir. Entonces llegó a Morelia, bella ciudad que lo recibió entre multitudes. Pésele a quien le pese, la humanidad necesita de un hombre como Francisco, que le haga creer en un cielo que desde la tierra parece inalcanzable. Algo así como un placebo ante la desgarradora maldad.

 Así, la religión es el negocio del alma. La moneda de cambio aquí es el amor. Vamos, se trata de vehículos publicitarios. La ley de la oferta y la demanda, en un sentido intangible. Un saludo o una caricia del Papa valen oro. Lo saben los políticos oportunistas. La gente, al verlo pasar, siente que Francisco es un sujeto diferente a todos los mortales. Poder verlo o tocarlo dispara los ánimos. Mujeres y hombres lloran de emoción.

Eso está pasando cuando el Pontífice encuentra el lugar preciso. Un grupo de niños le grita y le pide que le dé la mano, por favor. Él, rodeado de escoltas, siente un jalón y suelta la frase que lo libera, después de comprobar que este país sucumbe ante la corrupción, la avaricia y los malos gobiernos. Son palabras que le salen con gran naturalidad en un escenario accidentado. Casi lo derriban con el jalón los niños. Y el santo padre le grita a la clase política, el mejor discurso de su gira:

            “¡No seas egoísta!”

“¡No seas egoísta!”.