Dijo Enrique Krauze que Andrés Manuel López Obrador es un presidente historiador. En mi opinión, se trata más bien de un presidente histórico. Tiene, evidentemente, una dimensión infinitamente más grande que sus antecesores. De ahí su orgullo.

Leí en el libro El orgullo, ¿vicio o virtud? de Ricardo Parellada Redondo que, sutilmente, para Dante, en el infierno podían ser sinónimos los términos “griego” y “orgulloso”. Y es que, en efecto, nadie ha sido más orgulloso que los extraordinarios héroes griegos; lo eran porque tenían "conciencia de su excelencia". Pero —ni hablar, como la perfección no existe, ni siquiera entre los mayores personajes de la Grecia clásica— incluso los semidioses quedaban heridos si no recibían “el reconocimiento explícito, enfático y unánime” de que eran los mejores. El orgullo lastimado con facilidad les hacía caer en la soberbia y empezaban los problemas, muchas veces sin solución.

El mejor Andrés Manuel es el hombre modesto y aun humilde que no se la cree. A veces, sin embargo, el orgullo lo ataca porque se sabe mejor que todos los otros políticos. Sin duda, es el más grande entre quienes han llegado a la presidencia de México en decenas de años. Merece el mayor reconocimiento, claro que sí. Pero no es infalible.

Mi relación con el presidente de México tiene que ver, sobre todo, con la admiración. Durante años he gritado, como cientos de miles o millones de sus seguidores, que “¡es un honor estar con Obrador!”. Y lo seguiré expresando en voz alta cada vez que sienta necesidad de hacerlo. Pero…

El mejor dirigente político también se equivoca y resulta necesario decírselo para que modere su orgullo. Ya he opinado que es un error grave apoyar la locura del poder legislativo que pretende alargar en dos años, inconstitucionalmente, el periodo de Arturo Zaldívar al frente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Andrés Manuel no quiere admitir que se está equivocando. Creo que solo el orgullo, el de quien entiende su lugar en la historia de México como el más trascedente gobernante transformador de las estructuras económicas y sociales del país, le impide ver el tamaño de su desacierto.

Me pregunto si, para admitir su equivocación, es necesario esperar a que el problema político ya generado crezca hasta volverse incontrolable. Porque no es un problema menor en México el debate, que no necesitábamos, acerca de la posibilidad de la reelección presidencial o de alargar la duración del periodo del titular del poder ejecutivo con un truco como el del artículo transitorio que ya ha destruido la reputación del ministro Zaldívar.

El mejor Andrés Manuel es el que comprende la sabiduría de la humildad. Le suplico que recurra a esta virtud y rectifique. Desde la admiración, el aprecio y el respeto de muchos años le ruego que ponga punto final a una discusión que jamás debió darse. Sí, por el bien de todos.