En la forma, el ciclo escolar se cambió radicalmente estos meses de contingencia sanitaria y, se sabía de antemano, que era una idea inviable el extender o repetir el curso escolar, propuesta central del texto de la semana pasada 

Pero ahora toca hablar de los contenidos. Esta crisis -y la cuarentena que contrajo- fue una oportunidad única para enseñar cosas importantes y que se perdió. La educación -escolar, que es de la que se habla en este y en el pasado texto- se supone que tiene como finalidad dotar al educando de herramientas para comprender el mundo y para tener la mejor vida posible; una vida buena, en el sentido aristotélico. Sin importar su edad, nivel o disciplina, los alumnos se encontraron con una situación crítica en la que se les restringieron sus libertades de tránsito y de reunión. Al otro lado de la mesa, antes que nada, ven a sus padres preocupados por el futuro económico inmediato. Para algunos, la incertidumbre es si la reactivación funcionará en el corto plazo. Para otros, ya no hubo ingresos desde el día uno del confinamiento y han comprado la despensa fiada: los que más herramientas financieras tienen, lo hicieron con su tarjeta de crédito, inclusive a sabiendas de que no tendrán cómo pagarla, otros, pidiendo prestado a un pariente, a un compadre o a un conocido. En países pobres como México, para redondear la perspectiva, una enorme mayoría sencillamente no puede darse el lujo del confinamiento.

Es seguro, y se dice sin sarcasmo, que tiene su utilidad aprenderse las capitales de África, las partes de la mitocondria y el orden de los tlatoanis aztecas, desde Acamapichtli hasta Cuauhtémoc. Pero lo que hoy están viviendo los niños y jóvenes es el derrumbe de su estabilidad familiar, económica y emocional de forma simultánea, generalizada y condensada. Y todo en tres meses. No hay duda de que los conocimientos que más les servirían en el presente estado de cosas tienen que ver con inteligencia emocional, educación financiera, empatía -como ejercicio intelectual, no como valor moral- y sobre el propio significado y repercusiones de una crisis. Cuando solo hay pánico a su alrededor y nadie se toma el tiempo de explicarles qué sucede, hacia dónde vamos y por qué fueron ellos parte de la solución, es poco probable que se entusiasmen con la repetición mecánica de textos caducos.

Un programa educativo basado en estas materias emergentes les brindaría mejores pautas, así fuera rudimentarias, para poder encontrar algún sentido en este caos y convertir los miedos en esperanzas. Y herramientas sólidas para el futuro también: saber cocinarse, limpiarse y mantenerse serenos a sí mismos, conservar el orden y la higiene del propio hogar y entender que el trabajo doméstico tiene un valor económico y social igual al de cualquier otro trabajo no es cosa menor. Quizás dentro de los cinco años siguientes, existiría una generación de individuos que podrían vivir solos frente al mundo sin estar mugrosos y hacinados de a siete en un departamento de dos habitaciones en La Condesa y sin tener como base de su pirámide alimenticia sopas instantáneas porque apenas saben usar un microondas para calentar agua.

Además, las clases en línea sobre inteligencia emocional les servirían también a los papás, sobre todo de los más pequeños, en lugar de tener que hacer las actividades y tareas más absurdas en su lugar. Una clase así reafirmaría a todos los integrantes de la familia que los temores y ansiedades que los tienen asolados son naturales y que su respuesta está siendo muy humana. Pero también que luego del miedo, la ira, la frustración y la parálisis, deben emprenderse acciones para salir del desastre. Que la crisis es mundial, por lo que su circunstancia actual no representa un fracaso personal y que, como todo lo malo y lo bueno, también pasará. Desgraciadamente, lo que propició la impartición del programa educativo actual, además de lo mencionado en la anterior columna, fue que las ansiedades y el estrés que padres e hijos enfrentan se tradujeran en escenas de violencia doméstica que van desde las más simples, como gritos y amenazas ante la imposibilidad de los chicos de permanecer atentos ante una pantalla que comparten con uno, dos o tres hermanos más, hasta golpes de padres iracundos, alcoholizados o, simplemente, reventados ante la situación.

Así como el confinamiento fue un experimento forzoso sobre herramientas de comunicación y educación virtuales, ya es un curso intensivo de administración de todos los recursos familiares: económicos, emocionales, de administración y trabajo del hogar -especialmente este último, pues hoy está multiplicado-, donde la mejor enseñanza sería la comprensión de las distintas dimensiones del ser humano y que no todas las necesidades se satisfacen con cosas materiales (esa espiritualidad, que tanto escozor le da a los jacobinos de Excel). Dicho de otro modo, esa enseñanza sería entender que a pesar de que la Filosofía, la Ciencia y la Economía tienen al menos doscientos años dedicadas a confundir la necesidad espiritual del hombre con necesidades puramente intelectuales y materiales (y cuyos satisfactores son vulgares), es igualmente importante llenar ese vacío que, sin género de duda, ha quedado agrandado ante las dimensiones de esta situación extraordinaria y, por mero instinto de autoconservación de la célula familiar, darle su valor a lo que cada integrante haga para hacer más llevadera esta situación y asegurarse de que todos hagan algo. Eso es educación de calidad cuando nada más puede enseñarse.

Hasta aquí se habla a las condiciones de las familias con cierto grado de funcionalidad. Tangencialmente, se mencionó el difícil tema de la violencia familiar, que requeriría varios textos aparte, y que nos recuerda una triste realidad: la familia tiene el potencial para ser la mejor red de protección social que existe, como dice el presidente López Obrador, pero también tiene todo el potencial para ser un sistema que despliegue y reproduzca todos los abusos de la calle. Ahí es donde empezaría la enseñanza de la empatía. En los términos más científicos de la antropología cultural, sería el ejercicio intelectual de ponerse en el lugar del otro. Ese otro es el que vive el confinamiento en un hacinamiento mayor, pues siempre hay gente más hacinada que uno, el que no puede dejar de salir a buscarse la vida de ese día ni ningún día. Y, por ejemplo, la importancia que tendrá la ayuda humanitaria a otros países que vivirán hambrunas luego de la interrupción de las cadenas de abasto de alimentos.

Pero bueno, que se siga con la simulación de aprenderse las capitales de África, las partes de la mitocondria y el orden de los tlatoanis aztecas, desde Acamapichtli hasta Cuauhtémoc -aunque nadie las esté aprendiendo-, que lo importante es cerrar el curso y entregar los diplomas.

* Escrito en colaboración de Rodrigo Sánchez Villa