“La justicia es a la razón como la economía es al instinto”. Es decir, la justicia es resultado de la parte racional del ser humano, con todo y sus sesgos; en tanto que la economía se deriva de su parte animal – reitero de su parte instintiva -; de los impulsos de acumulación de ganancias y poder.

La Tesis Fundamental

La justicia, como un acto racional, ha sido consecuencia del quehacer intelectual del hombre; en tanto que la economía existe en forma natural. 

Para dotar de sentido a las acciones humanas (a su comportamiento), el hombre inventó un ente que se superpone a la propia sociedad al que denominó “Estado”. Visto de esta forma, bien podría decirse que la principal función del Estado es – en lo más posible – lograr un equilibrio entre la justicia y la economía; es decir, entre la razón y el instinto.

De ser válido este argumento, de entrada, permite establecer que los Estados mejor evaluados son aquellos que han impuesto como una condición básica para su funcionamiento al equilibrio social. En este sentido, los Estados más eficientes son las socialdemocracias del Norte de Europa, que han podido conjugar riqueza con el bienestar de su población. 

Lo han logrado, no sólo por la existencia de una política fiscal progresiva; sino porque han dirigido sus políticas de inversión, gasto y distribución de subsidios hacia los que más lo necesitan. 

En países, como México, esto no sucede por la baja incidencia que tienen las políticas públicas en la productividad y en la distribución del ingreso; es decir, porque los subsidios se destinan a los grupos de mayores ingresos y no a los que más lo requieren. No se genera así la sinergia y la cohesión social que  garantice la estabilidad y la soberanía nacional en el largo plazo.

Primer Mito: Todo es Economía    

Con gran sorpresa, todos los días ante la embestida comercial del Presidente Trump, noté que los medios hacían referencia de que ello nos iba llevar irreversiblemente a un desastre económico; algunos líderes de opinión asimilaban esta coyuntura a casi una extinción de la nación, al  equipararla con la intervención norteamericana de 1847. ¡Sí!, claro que el incremento de aranceles afecta de manera negativa – es más, muy negativa - a los indicadores económicos del país; pero no todo es economía. 

Hemos pensado siquiera cuánto más crecería el país si imperara la equidad; no hay una medición de esa naturaleza, pero está el ejemplo de los países del Norte de Europa que han logrado alcanzar altas tasas de crecimiento sustentando su sistema económico en la justicia social. Estas socialdemocracias poco caso hicieron a las recomendaciones del Consenso de Washington y en cambio sí, continuaron con políticas sociales generosas. No podía ser de otra forma, porque sus experiencias en materia de equidad social datan de más de un siglo y no podían revertir lo que con tanto esfuerzo habían construido.

En México ni siquiera hemos llegado a cifras concluyentes sobre el daño que causa la corrupción. Con cierta razón se podría decir que no se puede medir lo que no es transparente, lo que permanece oculto. Algunos economistas y organizaciones civiles, han hecho estimaciones y estas difieren: van de 3% a 10% del Producto Interno Bruto; en lo que sí muchos coinciden es que los recursos desviados son cuantiosos y que superan a los que se destinan a los programas sociales, a los rubros de salud, educación o vivienda y no se diga, a los renglones que están relacionados con el desarrollo de la ciencia y la tecnología. El desperdicio de estos recursos es una razón más de nuestro rezago: ¿cuánto más podríamos avanzar en materia de justicia social y desarrollo productivo, si no hubiera corrupción?

Segundo Mito: La Soberanía es una Acta de Independencia.

El acta de independencia se firmó el 28 de septiembre de 1821. Esa historia no gusta porque la patria nació monárquica, católica e intolerante; liderada por un hombre que nos parece sombrío: Agustín de Iturbide. De modo que celebramos no la conclusión, sino el inició de la gesta de independencia, acaecida – según la tradición histórica – en la madrugada del 16 de septiembre de 1810.

Pero ese no es el punto, la soberanía no es una acta declarativa; es un proceso histórico que se forja todos los días. Existe, sí, responsabilidad del Estado, pero depende en sumo grado de la base social. 

La soberanía puede ser restringida o limitada, como lo dice Lorenzo Meyer: “Un país soberano es aquel que toma decisiones sin rendirle cuentas a nadie. En teoría México es un país soberano, pero en la práctica somos un país con soberanía limitada”.

También diría – complementando - que la soberanía depende de la capacidad de enfrentar a la adversidad ante las amenazas externas. El incremento en los aranceles  puede llevar a una crisis severa; pero el aspecto psicológico - nuestras actitudes - es el que nos pone al borde del precipicio. El presidente Trump sembró el miedo – una guerra comercial – pero hay quienes lo han difundido hasta llevarlo al terror. 

Cómo entender la paradoja de amenazar a un socio comercial, cuando estaba en proceso de autorización en los diferentes Congresos de Estados Unidos, Canadá y México un tratado de libre comercio, al que se le ha denominado T-MEC. Parece ser que el Presidente Trump padece el síndrome de Hubris o de adicción del poder. ¡He ahí el riesgo actual que enfrenta el mundo! 

Pregunto: ¿Qué nuestro pueblo no podría sacar la casta ante un embate comercial; ante una crisis que se acentuaría por un factor externo? ¿Qué en México no existe una sociedad actuante? Y cuando hablo de una sociedad actuante, no me estoy refiriendo a los que se manifiestan en las calles o a los activistas políticos y menos a los líderes de opinión, quienes por lo general alientan el desánimo y el escepticismo. 

Me refiero en términos llanos a nuestra gente y  vuelvo a cuestionar: ¿Qué en nuestro país no existen cerebros para crear, inventar, innovar y reproducir tecnologías? ¿Qué en México no existen brazos para producir en la industria y en el campo y para explotar racionalmente nuestros recursos naturales? ¿Qué en México los que tienen capital no pueden atreverse a asumir más riesgos? ¿De verdad – de verdad – vivimos en un país sin seres productivos? ¿Estamos en cero? 

Sí así lo creemos, estamos perdidos, porque los aranceles potencialmente pueden llegar y eso nos obliga a ser más productivos y competitivos. Nuestra geopolítica nos pone en medio de Centroamérica y Estados Unidos y la migración es histórica, ha existido desde siempre: el hombre se mueve hacia los lugares en donde concibe que puede mejorar sus condiciones de existencia. La migración sólo se podría detener con la cooperación económica, impulsado el desarrollo de los países con grandes rezagos sociales; como ha sucedido cuando los países han sido destruidos por hecatombes. 

Quien en forma extra lógica piensa que con muros o con políticas agresivas se puede contener el flujo humano, sin duda, es presa de un anacronismo histórico. Esa obnubilación histórica puede llevar a una crisis humanitaria sin precedentes; ya estamos viendo las consecuencias. 

Tercer y Último Mito: Por una Democracia sin Adjetivos

Me gusta el título de un ensayo de Enrique Krauze, para indicar que la democracia si tiene adjetivos: una democracia sin una adecuada justicia social y con una soberanía limitada, es una democracia imperfecta. Entre más desigual y menos soberana sea, más imperfecta será.

A casi dos siglos de vida independiente, no se ha entendido que nuestra nación se ha querido forjar a partir de la justicia social y todavía dudamos de nuestra capacidad de consolidar la soberanía. No se trata de crecer económicamente y esperar que el bienestar y la armonía social vengan por añadidura. Eso en nuestro país nunca ha sucedido. ¡Es positivismo fallido! 

La Constitución de 1917 se convirtió en un proyecto de nación sustentado en el derecho social. Sobre esta historia mucho se ha escrito, pero se desconocen sus raíces profundas. “Orden, paz y progreso” fue el lema emblemático de un régimen aparentemente exitoso: el porfirismo. La triada parecía perfecta, pero no lo era porque ese régimen era frívolo - poco generoso - por la carencia de justicia social; a tal punto que provocó una revolución. 

Sobre el México del siglo XIX nuestros románticos tardíos (Altamirano y Payno) escribieron sendas novelas de bandoleros. En el imaginario colectivo, la justicia se asimiló con la legendaria leyenda del ladrón bueno que le robaba dinero a los ricos para repartírselo a los pobres. Poco se ha escrito sobre los hombres que propugnaban por la justicia  a partir de la transformación del orden social y la promulgación de leyes.  

Parece increíble que haya sido un autor norteamericano, John M. Hart, quien haya rescatado y reivindicado la lucha social y las aportaciones intelectuales del General Miguel Negrete, el héroe de Tepeaca, y de los anarquistas del último tercio de siglo XIX; cuyas acciones culminaron con la redacción de “La Ley del Pueblo”.

El clamor de justicia de esos próceres fue el eco que escuchó Zapata y estuvo presente en el espíritu del constituyente de 1917, al redactar los artículos 3°, 27 y 123. Y es que los “héroes no mueren, todos los días despiertan en espera de que sus sueños se cumplan” (dice Henestrosa); y sus ideales resurgen de manera asombrosa en las nuevas generaciones.

La letra constitucional es producto de la lucha social y de la evolución progresista de las ideas; también ha tomado en cuenta los cambios profundos que se han presentado en materia de derechos humanos. La Constitución ahí está: latente y perfeccionada. Únicamente hay que honrarla: hacerla efectiva. ¡El destino de la patria es justicia con soberanía!