Los deportes profesionales, en la actualidad, son el ámbito de relaciones humanas que hubiese vuelto loco a Karl Marx. Hay particularidades y dejaré fuera al fútbol con su atavismo esclavista de “comprar la carta del jugador” y el “pacto de caballeros” donde todos los equipos rehúsan contratar a un jugador que ha comprado su propia carta para ser verdaderamente libre en sus términos de contratación laboral.

Tratemos mejor el baloncesto de la NBA. Es un mercado laboral donde los trabajadores tienen todo el poder para negociar su contratación con los dueños de los equipos, y que además disfrutan de una gran parte de las utilidades económicas del negocio. Los patos tirándole a las escopetas, los proletarios imponiéndole condiciones a los capitalistas. Los jugadores se han puesto en huelga en varias ocasiones porque quieren más dinero. Los dueños se han puesto en huelga (¡!) porque son tan estúpidos que celebran contratos cuyas condiciones vuelven a los equipos entidades financieramente inviables. El sistema de superestrellas (star system) echa por tierra algunos de los postulados ya de por sí maltrechos del socialismo científico.

Todo lo anterior viene a cuento por la decisión que el mejor jugador del mundo, Lebron James, ha tomado de regresar a su primer equipo, los Cavaliers de Cleveland, 4 años después de haberse ido a Miami. Dejó a Cleveland porque, a su modo de ver, nunca ganaría campeonatos con el equipo que tenía. Su apuesta le salió bien. Hoy tiene dos anillos de campeonato en el bolsillo y cuatro finales seguidas en su kilometraje. La emotividad con la que los Cavaliers recibieron la noticia de su regreso es proporcional a la amargura con la que recibieron su partida hace cuatro años, y merecería un artículo aparte. Lo que me importa aquí es subrayar cómo un jugador, un individuo, puede mantener despiertos a los gerentes generales de treinta equipos y una decisión personal puede ocasionar ganancias y pérdidas millonarias. La NBA maneja topes salariales por equipo; esto es, hay una cantidad máxima de nómina que puede gastar cada club y, si la excede, las multas son estratosféricas. Esto hace que todos los equipos tengan oportunidad de ganar, año con año. La falta de esta regla hace que en algunos deportes siempre ganen los mismos equipos, que son los que tienen más dinero (los Yankees en el béisbol, los mismos tres o cuatro equipos en cada una de las ligas europeas de futbol). No me pronunciaré sobre si es mejor o peor una liga competitiva, que por otra parte vuelve casi imposible el arraigo de una superestrella a un solo equipo y la formación de “dinastías”. Es sencillamente demasiado difícil mantener un equipo competitivo cuando todo tu tope salarial (cap space) se va en uno o dos jugadores. Kobe Bryant cobra tanto dinero en los Lakers que si usted llama por teléfono probablemente lo dejen jugar, siempre y cuando les cobre barato. Los equipos, cuando el contrato de una súper estrella está a punto de vencerse, hacen espacio en su nómina con la esperanza de que acepte jugar con ellos. Dejan ir jugadores viejos o mediocres, (a veces pagando penas convencionales de millones de dólares), algunos jugadores negocian disminuciones salariales a cambio de obtener un bien mayor (poder jugar con la superestrella) y hacen uso de excepciones y lagunas en el sistema de contrataciones que no entienden ni los que se dedican a eso tiempo completo.

Lo maravilloso, o al menos interesante, es la aparente contradicción que hay en todo esto. Un sistema complejo y millonario, con más reglas técnicas que la miscelánea fiscal 2014, se mueve con base en la incierta decisión de uno dos individuos, con la posibilidad (clara y demostrable) que su decisión, en última instancia, puede ser enteramente emocional. “I´m coming home” fue lo que dijo Lebron James, antes de que catorce gerentes generales y un ejército de abogados y representantes, procedieran, ipso facto, a hacer control de daños y, una vez más, contratos con jugadores que de aquí a tres años se revelarán como francamente estúpidos. Me gusta el basketball.

 

Alasdair Espinoza