Las sociedades contemporáneas tienen una escalofriante tendencia a la trivialización. Trivializar es el acto de reducir al absurdo una cuestión, en buena medida, gracias al menosprecio, al prejuicio, a la más común ignorancia o la exposición de aquello que A. MacIntyre denomina en su After Virtue, “emotivismo”, que refiere a la expresión de una cuestión no por la conciencia plena del sentido del principio enunciado, sino por una cuestión meramente subjetiva con pretensiones de ser impuesta a otro (s). Una tendencia hacia la generalización de un principio que goza su valor no por “opiniones particulares”, sino por un sentido objetivo que le otorga un valor con independencia de que “si gusta o no a alguien”.

Nuestro mundo, gracias a la proliferación de los medios de comunicación y la posibilidad de que hordas de seres humanos expresen “lo que piensan” (los menos) o “lo que sienten” (los más), bajo el amparo de la petición de principio que asume que “cualquier opinión es respetable”, el empoderamiento de la horda hace suya esa sabiduría popular chatarra, y como un océano embravecido de estupidez, está dispuesta a arrasar todo. Decir que la única contención a la tiranía de la masa viene a ser la controversia pública que desata, es una respuesta sobremanera débil. Desgraciadamente pocos gozan de la información objetiva, y de la conciencia de un principio que vale por sí mismo con independencia de la propia o ajena opinión, alejándose del imperio “emotivista” que normalmente reacciona de forma impositiva –por decirlo menos-, frente a todo aquello que le encara o contradice. Los medios electrónicos más que convertirse en el gran centro de difusión de una opinión pública cuerda, se ha convertido en el antro inmundo de la barbarie envalentonada, pues al ser muchos…, la cordura es fácilmente arrasada, y muy pocos están dispuestos al debate (más que de neuronas, eso se ha transformado en una cuestión estomacal). El empobrecimiento del debate público se da, lamentablemente, cuando la humanidad tiene a su disposición tantos medios para formarse un juicio serio, y la difusión de las ideas puede llegar a las almas de una de las generaciones mejor formada de toda la humanidad  en el mundo entero. Es tan penoso que resulta dramático.

Un emotivista ha dejado huella en uno de esos medios de difusión respetable e influyente de nuestra maltrecha y prodigiosa contemporaneidad. El comentario de Martín Caparrós en The New York Times, del 28 de octubre de 2016, da cuenta de un ejemplar como el aquí señalado. El artículo se titula “A Sumajestad, el rey de España” –así, sin separar Su Majestad, además de que una forma bastate llanera más adelante lo llama “Señor Sumajestad”-. El autor insta a don Felipe VI, rey de España, a abdicar: “Renunciar, abdicar, señor Sumajestad: conseguirse una casa, irse a su casa, buscarse un buen empleo. Se lo digo. Repito sin rencores. He escuchado decir que usted es más o menos buena gente, tolerante, incluso moderno para rey; alguien me ha llegado a decir que le van los “sociatas”. Serán, supongo, esos infundios que las personas como usted están acostumbradas a esquivar o, mejor, a desdeñar como merecen”. No resulta extraño que un sujeto que confiesa sus “sentimientos” por la desaparecida república española: “que mi abuelo Antonio apoyó y por cuya derrota yo nací en Buenos Aires”, inste a enfrentar a una institución que precisamente cuando en 1931 fuera “vencida electoralmente” (es una controversia el sufragio mayoritario considerado en las ciudades y en el campo) en las elecciones por un frente de partidos de oposición en las urnas, esta, en manos de Su Majestad don Alfonso XIII, decidiera abdicar al trono y partir en paz. La horrorosa guerra civil estallaría después (1936), donde no tuvo nada qué ver el monarca y antes bien hay que rememorar la debilidad del Frente Nacional y los propios excesos de ciertas agrupaciones radicales dispuestas a hacer con la historia de España, lo que la “revolución cultural” pretendiera con la milenaria cultura de China: la destrucción de un pasado cultural, que “al ver radical”, era expresión de injusticia, desigualdad, violencia, etc.

No voy a juzgar la nulidad de conciencia histórica del autor, sino la trivialización que pretende hacer con la institución monárquica, portadora, según reza la constitución española, de la jefatura del estado. Caparrós asume que el quehacer del joven monarca es innecesario. Le sorprende que hoy día cuando el rey se ha reunido con los líderes de los partidos representados en las Cortes –así se llama el parlamento del reino-, para procurar un acuerdo con ellos y así se forme gobierno, se crea que ese papel no lo puede hacer “otro” que no haya heredado el cargo, siendo, además una figura “más acorde con las reglas de la democracia” que no tiene por qué mantener instituciones “caducas”. Este “razonamiento”, que seguramente llega al corazón de varios críticos del sistema –no podría ser de otra manera-, comete otra petición de principio a la que nuestros orgullosos contemporáneos nos tienen acostumbrados. Decir que “nuestras democracias” son, por su naturaleza contemporánea, mejores sistemas políticos que otros “habidos y por haber”, pues se fundamentan en “la libertad del pueblo”. Decir “libertad del pueblo” no es otra cosa que referirse a su derecho al voto. Si ese es el mejor fundamento, entramos precisamente en el punto más flaco de las democracias.

La gran preocupación de los teóricos de la democracia de la modernidad, viene a ser esa misma cuestión que hace Platón a lo largo de toda su obra política: la ignorancia del pueblo. En El Federalista, Madison teme al capital político que se puede lograr de los sentimientos de una muchedumbre electora, por parte de líderes políticos demagógicos. Lucrar con la ignorancia, los prejuicios, etc., de muchas personas que hacia nuestros días portan ese engreimiento que les ha hecho que creer que por ser muchos, tienen “la verdad” o la “razón” (como si un principio u otro dependiera de la votación de millones). Confiar en las decisiones de un electorado poco escrupuloso y además portador de una engreída “emotividad” –en términos de MacIntyre-, es el peor error que se puede hacer.

 La democracia moderna tiene su sustento no solamente en la concesión del voto popular, sino en otros supuestos que han conferido a esta teoría de la filosofía política –que eso es, y a unos se les olvida-, como lo es la “teoría de la división de poderes”, que entre otras cosas, impide la concentración de poder en “uno solo”…, aspirar a que “el pueblo elector” decida sobre todo el entramado institucional es tanto como confiárselo a un déspota que gobierna según su antojo. Ni las mayorías, ni la aclamación popular significan más que sus oprobios cuando insultan en las redes sociales a quien contradice su tiránica presencia. Administrar a la gente conforme a derecho es un principio requerido para el buen funcionamiento del sistema, y esto se hace con la ley, y no con el antojo de uno o de muchos. La falaz creencia en la infalibilidad popular ha permitido el ascenso de sujetos peligrosos para el estado caracterizados, entre otras cosas, por la expresión “emotiva” que hace a la muchedumbre convencida no por razones o por principios que le contradigan, sino por repetir la cantidad sin igual de prejuicios que le brinda sostén a su despotismo. El ascenso de estos trivializadores del lenguaje político, ha estado marcado por un detrimento en el nivel de especialidad de los encargados de los negocios públicos. Basta un bravucón que simpatice a la masa para que su voto se incline por él, y así, el reino de la ineptitud, conjunto al de la vulgaridad, tienen su primavera perene hasta que el “desencantamiento” del siempre inocente pueblo recibe el merecido a su torpeza: el mal gobierno (que normalmente ellos pagan).

En medio de este imperio del advenimiento, de la improvisación, de la demagogia, de la estupidez pedantesca de la mayoría, de la trivialización del lenguaje y las formas públicas, aquellas instituciones que brinden seriedad, certeza y respeto al orden constitucional valen más que toda la pléyade de demagogos con su séquito de altaneros. La política tiene un lenguaje propio. Es un lenguaje opuesto a lo espontaneo. La espontaneidad tiene el peligro de presentarse desaseada, según el estado anímico de la persona. Todos hemos tenido esos abscesos de espontaneidad en donde palabras exclamadas sin mucha reflexión nos ponen en serios aprietos. En España se puede llamar a los sentimientos de las nacionalidades ficticias o reales que amenazan la unidad del estado; se puede exculpar a grupos de criminales dedicados a aterrorizar inocentes; se puede apoyar a dictaduras extranjeras miserables, etc., y esos que apoyan estas causas, difícilmente se les puede excluir de la seducción autoritaria y ese sueño fanático propio de muchos modernos por creerse mejor que otros en otros tiempos. Son la cumbre de la civilización y eso les permite o ignorar o insultar todo lo que no entienden, como hace el Sr. Caparrós. Son adolescentes irreverentes con ínfulas de ancianos maestros.

La presencia de la Corona, al no ser electa, es que efectivamente no tiene un compromiso partidista, cosa que permite al monarca estar por encima del juego político. A esto, atendiendo a la definición de Hippolyte Taine, se le llama reinar. El gobierno expresa el enfrentamiento partidista, la lucha de intereses, los discursos de todo tipo: responsables o irresponsables y normalmente pagan con el descrédito popular. Decir que el estado de cosas como hoy se encuentran en el mundo de la política nos da para despreciar el pasado es una insolencia tan pueril, como descalificar el trabajo responsable de un monarca que encarna el lenguaje mesurado que permite la posición de no tener que ganar elecciones, y no servirle de payaso a la volubilidad popular que hoy ama y mañana odia, a veces con razón, otras por puro antojo. El rey ha mantenido la cordura en medio del advenimiento de partidos radicales y las noticias de corrupción de la clase política, que llevan al límite el orden institucional, gracias a un discurso demagógico de ultraizquierda que levanta enconos y divide a la sociedad en facciones. El rey “está”. En tiempos convulsos en donde el discurso improvisado de maniacos altaneros se ha levantado como el polvo, tener una presencia respetable que sin decir nada genere orden, eso puede ser una bocanada de aire fresco. Su Majestad don Felipe VI entiende tan bien su papel que quizás, como pocos, se constituirá en uno de los mejores monarcas que pasará a la historia no por su herencia histórica –magnífica en sí, y que el Sr. Caparrós menosprecia-, sino por haber mantenido responsablemente la cordura, en medio de las tormentas sociales, económicas y políticas de una época desencantada de sí misma.