La programación de Televisa abunda en insustancialidades. Es el humor veterano que pregona despreocupación, una pizca de jovialidad, la expresión risible como signo de una sociedad abocada al tiempo libre. El círculo vicioso de quienes atacan a Televisa por su contenido no está en la exigencia, válida, creo yo, sino en sus métodos. Si bien es cierto que la democracia participativa (definida por Giovanni Sartori como “…será suficiente decir que es una democracia indirecta en la que el demos no se autogobierna sino que elige representantes para que lo gobiernen”) es necesaria por una cuestión práctica y de procedimientos, parece que ha sido un modelo que, en lugar de resolver problemas, se entrampa en su propio espiral: los medios tienen el poder de destruir una carrera política, encumbrar a un hombre o marginar a otro. La política se encuentra en un romance –con rasgos matrimoniales- con los medios que lo único que ha conseguido es seguir extendiendo el espacio (de por sí ingente) de estos últimos. El poder significa encerrar ciertos temas para que estos no puedan ser tocados: los partidos políticos son verbos en futuro.  

Luego está la lucha ciudadana que, para muchos, representa el único camino para revolucionar y legislar, en un puesto de avanzada, el corroído y rancio papel de los medios. Abrir una nueva cadena televisiva, por otro lado, no asegura que el contenido mejore, de hecho, puede suceder todo lo contrario. Pluralidad televisiva no implica calidad mediática. A una televisora del tamaño de Televisa o TvAzteca poco le importa que miles de personas se manifiesten contra ellas si su activo más precioso, del cual dependen, sigue intacto: los ratings. La verdadera desazón de los imperios está en la marginación expresa de sus contenidos. Quien se sienta a ver la programación de Televisa es porque quiere: quienes invocan la poca libertad que tiene el consumidor al elegir un medio informativo se equivocan, pues están los blogs, el internet, los periódicos gratuitos. No todos tienen una computadora, claro, pero ahí están los cafés internet que pueden llegar a cobrar tarifas muy bajas.

La tercera opción está en la educación. Quienes invocamos esta solución caemos, automáticamente, en la plaza de lo etéreo. Una reforma educativa de calidad debe equiparse con maestros cuya profesionalización pueda comprobarse; con aulas modernas e higiénicas; con un sindicato abocado exclusivamente a la mejora continua de los docentes. Quien ha probado un grano de cultura quiere ver el recipiente. Quien ha leído a Paz o un poema de Whitman; quien ha visto una obra de Rembrandt; quien se ha deleitado con algo de Beethoven seguramente va a rechazar la ergástula televisiva que le presenta destellos artificiales de entretenimiento. La cultura es el sustrato básico del pensamiento. De ahí se aspira a conocer. Una vez palpada, no se quiere dejar ir. Y creo que está aquí, y no en los otros modelos, la respuesta para que las televisoras se vean obligadas a cambiar –aunque sea un poco- su contenido. ¿Es necesario, sin embargo, acudir al poder y ponernos de rodillas para esto? En lo absoluto. Una sociedad es una red interconectada de mensajes. Mientras los mensajes tengan una sustancia valiosa, el pensamiento lo será también. Entiendo las dificultades de ello: organizar a millones para hacer una especie de cruzada cultural es sumamente complicado. Pero ahí están las redes sociales.

En un sistema cuyos procesos radican en alejarse cada vez más de la política porque ya no cree en ningún modelo estatal coherente; que buena parte de la población no ha podido aglutinarse en torno a un sentimiento en común, y que busca en el ocio un punto y aparte de la rutina embrutecedora de productos y marcas, se ha vuelto demasiado complicado aspirar a entender el papel de los medios como símbolos que guíen, manipulen o informen a una población. La respuesta está en la cultura, y en el incipiente papel que los intelectuales no han podido jugar, del todo, debido a la estulta condición de la sociedad de aspirar a un cambio nacional sin corregir sus propios hábitos de aplazar lo importante, cerrarse ante lo urgente y anclar lo rutinario.