El paro laboral de policías en Oaxaca es interesante. Por la naturaleza misma de lo que se pone en juego cuando un policía deja de prestar su servicio, por la reacción de las autoridades, pero, sobre todo, por lo intrincado de los sentimientos que se mezclan para nosotros, los mexicanos, cuando los uniformados nos recuerdan que ellos también tienen que comer, vestir a sus hijos y pagar la renta. Como todos.

Nuestra forma de hacer política, siempre tropical y hecha a la buena de Dios, sin más respaldo que la costumbre, ha hecho que ciertos hechos sociales pierdan o por lo menos transformen su sentido original. Así, vivimos en un país donde los estudiantes pueden ponerse en ?huelga?, aunque no presten ningún servicio más que a sí mismos al estudiar, y donde los ?maestros? pueden hacer una cruzada contra la vialidad de la Ciudad de México sin que a nadie le pase por la mente que no son héroes desinteresados sino funcionarios públicos, sindicalizados y enquistados en el presupuesto gubernamental.

La cultura de la desconfianza tiene elementos idiosincráticos muy poco halagadores, pero también es la consecuencia natural de un modelo económico impuesto desde hace varias décadas por los organismos internacionales y los países desarrollados; Estados Unidos en particular. Sé que hablar de ?neoliberalismo? es polarizante y, si se toma el término como lo usa la izquierda, francamente abarata cualquier texto. Elijo, por ende, hablar sencillamente de liberalismo.

Sin importar los matices radicales o moderados, el liberalismo, en el que fuimos educados todos los que tenemos menos de 40 años de edad (por lo menos nosotros) pone el énfasis en individuo como único depositario del valor moral. Así, ninguna organización o colectividad, y el Estado menos que nadie, puede aspirar a perseguir fines tan nobles y legítimos como la persona aislada, individual.

Además, hay en esta postura filosófica un especial encono contra el Estado. Si la esencia del poder público es el control social, hay que desarmarlo lo más posible, adelgazarlo hasta el raquitismo, y desconfiar siempre, porque sí, de todos los burócratas y políticos. Si se le pregunta a cualquier ciudadano si su gobierno (en cualquier instancia y nivel) es corrupto, casi todos dicen que sí. Que obviamente la corrupción está en todos lados y se puede respirar cuando se pasa por un juzgado, un ministerio público, o una cámara legislativa. Basta ver la última encuesta nacional de victimización (ENVIPE 2013)[1] para ver qué funcionarios salen peor parados en la percepción ciudadana, pero ninguno tiene calificaciones decorosas.

Lo interesante es que, cuando se pregunta a las mismas personas si ellos, en concreto, han sufrido o constatado un acto de corrupción de las autoridades, la cifra sigue alta, pero se reduce dramáticamente. Le concedemos valor probatorio pleno a los testimonios de oídas, a las acusaciones vagas (a las que equiparamos en automático a sentencias firmes, si se hacen contra un funcionario público) y creemos, aquí sí, que una golondrina hace verano. Si un policía fue encontrado culpable de tener nexos con el narcotráfico, luego entonces, todos los policías los tienen. Obviamente. Pues no. Hay un error lógico en esa inferencia. El periodismo de inanición (el de investigación no existe en México) no ayuda. Todos los casos en los que alguien, quien sea, asegura que hay corrupción en una institución, se tienen por ciertos. Y además, todos constituyen sólo ?un botón de muestra?, ?la punta del iceberg?, ?un ejemplo de los miles, millones que ocurren todos los días?. Patético.

El paro de los policías nos pone ciertas cosas en su justa dimensión.  Si los encargados de mantener la seguridad en una ciudad dejan de hacer su trabajo, todos al mismo tiempo, preocupa muchísimo más que 50 porros impidiendo que se tomen clases en una facultad de ciencias políticas. Hay ciertas labores que son esenciales para conservar el tejido social, y que no las pueden realizar los particulares, porque, como su nombre lo indica, los intereses que perseguirán son siempre particulares y nunca el interés público. Hace pocos años se publicó un diagnóstico aterrador. Más de la mitad de los policías locales, en todo México, ganaban menos de 4000 pesos al mes, y no tenían terminada su educación primaria. Juntemos las piezas: toma a una persona con primaria trunca y págale un sueldo miserable por jugarse la vida (en serio). Ahora dale un arma. No hay que ser un genio para entender los riesgos.

Por supuesto que hay corrupción. Por supuesto que es inaceptable, y por supuesto que muchos políticos, que nada tienen que ver con los burócratas comunes, insisto, viven de traficar influencias y vender favores ilegales. Pero si pensamos que todos lo hacen, que nadie está limpio, que los periodistas tienen patentada la verdad y monopolizada la decencia, entonces nunca podremos separar lo bueno de lo malo. Y esa confusión entre corruptos y honestos, entre incompetentes y capaces, es la mejor cortina de humo que tienen los malos para seguir impunes. Nuestro resentimiento indiscriminado, al final, trabaja en favor de ellos. Hay que pensarlo.