Morir un 28 de diciembre encierra una doble ironía para el difunto y una cuota extra de sufrimiento a losdeudos que deben enfrentar una tragedia tan grande que al final resulta dolorosamente cómica.
Expirar cuando los demás mueren de risa y entender al final de los días que el destino es el mejor bromista de la historia, es un honor reservado para quienes son incapaces de entender la lección detrás de una pérdida física, pero insisten en encontrar un sentido a la vida a la hora de la muerte.
Y es que sólo quien pierde a un ser querido el día de los santos inocentes, es capaz de comprender que “el chiste de morir” es una frase que debe ser negada hasta la náusea si el difunto muere un 28 de diciembre: “No, no es broma. Mi hermano Luis Román se nos fue”.
En Veracruz, los chistes jarochos así, para contarlos se necesita una poca de gracia, la suficiente como para decidir dejar de formar parte de los 7500 millones de seres humanos que hoy habitan el planeta Tierra. El hastío, como la enfermedad, también se puede contar –y cantar- en las estrofas de los sones de esta tierra.
Sin embargo, hoy no hay tristeza en mi contar.
Sirva este artículo para celebrar que tuve un hermano blanco como la leche y pecoso como los blanquillos de los totoles, castroso como buen jarocho y noble como todo ser humano que supo ser agradecido con Dios por la oportunidad de haber vivido como quiso y haber muerto –iba a escribir “morido”- como pudo, porque decidió –con conocimiento de causa-, “vivir” en lugar de “durar” , con todas sus consecuencias.
Con papá –la más dolorosa de mis ausencias-, aprendí dos lecciones: una espiritual y otra científica.
En la primera, el verdadero cristiano sabe que la Fe –con mayúsculas-, no admite lágrimas por una pérdida que al final no es tal, porque la promesa de la resurrección es un hecho para el creyente.
En la segunda –que es el reverso de la moneda de la primera- me remitiré a un dato: los científicos del equipo de Blue Rain, descubrieron en junio de este año, lo que mi viejo y yo habíamos planteado hipotéticamente en una de nuestras disertaciones: el cerebro funciona hasta en 11 dimensiones. Si se articula este hallazgo con la frase de Jesucristo “en la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Juan 14:2) entonces el científico-creyente obtiene un consuelo extra.
Hoy mi hermano –por ejemplo-, duerme en una de esas otras habitaciones con la bendición de Dios y al amparo de la Virgen Santísima. Lo sé. Por eso, aquí no valen las despedidas.
Hasta pronto entonces, mi querido Güicho. Descansa en paz, manito.