Vivimos tiempos interesantes. Durante muchos años, al menos desde 1991, a partir del orden mundial posterior al socialismo, el mundo se sumió en un espejismo de estabilidad. La versión más arrogante del capitalismo neoclásico impuso su visión de la economía y de la política. Eso implicaba que los países pobres tenían que provocar confianza en sus mercados (con fórmulas dizque infalibles de sumisión y desregulación); y los países ricos tenían que esconder a sus pobres, o de manejarlos como una sub especie de holgazanes. Hasta la fecha muchos votantes decentísimos creen que los pobres son pobres porque quieren, no porque haya vicios sistémicos en el modelo de producción capitalista. Siempre hubo escépticos y críticos, naturalmente, pero eran vistos, en el mejor de los casos, como pesimistas marginales; en el peor, como orates amargados. Una mezcla de problemas no resueltos y altas expectativas incumplidas, han puesto en duda, por primera vez en décadas, los cimientos del libre mercado como condicionante del desarrollo social y la democracia.

En los años 90s, hubiera sido por lo menos extraño que un libro como El Capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, fuese un éxito en ventas. Un libro voluminoso, de más de 600 páginas, con ecuaciones matemáticas, a estado en la lista de los más vendidos en todo el mundo, y en todos los idiomas, durante más de 5 años. Por buenas razones; siempre es más doloroso para los neoliberales que las críticas sean desde la propia ciencia económica y no desde la ideología política. No es tan fácil desestimarlas, y menos si sus análisis estadísticos abarcan varios países (supuestamente ricos, supuestamente igualitarios) y un periodo histórico considerable, de más de un siglo.

Lo que el autor demuestra, en pocas palabras, es que la creciente desigualdad social no es un vicio del capitalismo, ni un error accidental en los programas de modernización nacionales concretos, sino una consecuencia lógica y natural del capitalismo neoliberal. Básicamente, el rendimiento del capital siempre es mucho mayor, a largo plazo, que el rendimiento del trabajo. Eso quiere decir que el dueño del capital (dinero para invertir o prestar, medios de producción en general) siempre terminará teniendo mucho más dinero que el trabajador, que sólo tiene para vender, precisamente, su fuerza personal de trabajo.

Hablo de capitalismo neoliberal con plena conciencia de las palabras utilizadas. La hegemonía que se está combatiendo con las nuevas ideas económicas y los nuevos discursos políticos, es una articulación de 3 ideas en versiones muy específicas y altamente cuestionables: el capitalismo desregulado, el liberalismo convenenciero y la democracia despojada de cualquier requisito sustantivo. Quizás sea por eso que las alarmas de los ortodoxos comienzan a sonar con advertencias rarísimas, como la de una ola socialista que se expande como la plaga por América y Europa, o la inminencia de grandes crisis económicas globales cada que a un gobierno se le ocurre revisar si sus tratados comerciales benefician, de hecho, a sus ciudadanos.

Lo cierto es que nadie con mínima seriedad puede pugnar por un regreso al socialismo de la guerra fría, o a los capitalismos de estado de las dictaduras latinoamericanas. Fracasaron. Como ha fracasado el modelo neoliberal de individualismo a ultranza, Estado maniatado y empresarios que sustituyen la ética por la fe ciega en el mercado. Por eso tan pobre sería añorar un pasado autoritario como conformarnos con un presente inadmisible para la población en situación de pobreza. Hay que acostumbrarnos a hablar, otra vez, de los grandes temas, aunque debamos traer de regreso palabras aterradoras, como justicia social, democracia sustantiva y Estado fuerte. No queda de otra.