En septiembre y octubre de 2019 se cumple el centenario de la presencia en México del legendario tenor napolitano y gran transformador del canto operístico, Enrico Caruso (1873-1921). En 1919 llegaba a la Ciudad de México y entre sus múltiples actividades artísticas y sociales tendría la de visitar el monumental proyecto porfirista por entonces inconcluso, el Teatro del Palacio de Bellas Artes, instaurado en ocasión de los cien años del inicio de la independencia de México en 1910; la caída de “Don Porfirio” y la Revolución postergarían su advenimiento.

Aunque la apertura formal del Teatro fue el 29 de septiembre de 1934 con la puesta en escena de La verdad sospechosa, de Juan Ruíz de Alarcón, y Tosca, de Giacomo Puccini, la primera representación operística el 22 de enero de 1935, años antes, en el otoño de 1919, el teatro tuvo una simbólica inauguración en la garganta prodigiosa de Enrico Caruso. La sonora, casi grandilocuente expresión del admirado tigre poeta, Eduardo Lizalde, lo relata para nosotros: “visitó la enorme obra negra del Palacio, aún sin cúpulas, y ensayó su voz egregia en el recinto inacabado como para glorioso bautizo del futuro máximo foro mexicano” (Ópera en Bellas Artes. José Octavio Sosa, Conaculta/INBA, 1999).

Y la pregunta obligada, ¿qué hacía en México el famoso tenor en una época en que, si bien en relativa calma bajo el gobierno de Venustiano Carranza, se desplegaban en los campos, pueblos y ciudades las ráfagas de una revolución también inconclusa? Sobre todo, porque según se lee en las cartas desde México a Nueva York a su esposa, Dorothy Park Benjamin, Caruso padecía la lejanía de la amada; le comentaba sí, sus dificultades y triunfos, pero no sin el sabor de una nostalgia marcada. En las misivas incluidas en las dos biografías que Dorothy escribió sobre el marido (Enrico Caruso: His Life and Death; Simon and Schuster, Nueva York, 1945, la definitiva; que me ofreció la biblioteca pública de Nueva York al inicio de mi estancia en la ciudad), se describe la ruta de la gira mexicana que avanzaría durante una semana por tren hasta llegar a la Ciudad de México el 22 de septiembre, así como el deseo de volver pronto al hogar, a Manhattan, con la nueva esposa y la hija recién nacida; al cariño. (Cartas que me hicieron recordar las dolientes aunque a veces juguetonas palabras de Silvestre Revueltas desde París a su Angelucha, en la Ciudad de México, sólo que desde la desolación, la impotencia y la angustia de la miseria en 1937).

¿Qué hacía Caruso en el otoño de 1919 en México? Había sido contratado para cantar una combinación impresionante de ocho óperas en un mes. De acuerdo al registro de Octavio Sosa y la propia Dorothy: L’elisir d’amore, de Gaetano Donizetti (septiembre 29); Un ballo in maschera, de Giuseppe Verdi (octubre 2 y 12); Carmen, de Georges Bizet (octubre 5); Samson et Dalila, de Camille Saint-Saëns (octubre 9 y 19); Marta, de Friedrich von Flotow (octubre 16); Pagliacci, de Ruggiero Leoncavallo (octubre 23); Aída, de Verdi (octubre 26); y Manon Lescaut, de Giacomo Puccini (octubre 30), más un concierto de despedida -astucia del tenor y los empresarios-, cantando los actos más aplaudidos de Elíxir de amor, Marta y Payasos. Un total de once funciones en los escenarios de los teatros Arbeu y Esperanza Iris, y la Plaza El Toreo, ubicada en lo que hoy es la colonia Condesa (información en “Hace 80 años cantó Caruso en México”, José Octavio Sosa, Revista Pro-Ópera, noviembre-diciembre de 1999; y en la biografía citada).

Visita de 40 días que causó sensación en la Ciudad de México. Y es que Caruso era un fenómeno no sólo artístico, también fonográfico; era celebridad internacional. Algunas de sus presentaciones en El Toreo serían actos masivos de miles de espectadores. Un día después de su llegada, El Universal publicó su autorretrato en caricatura, ya que también era un espléndido dibujante. El tiempo le alcanzaría para divertirse y conocer la ciudad en el auto de lujo que fue puesto a su disposición. Existen fotografías que registran un paseo por Xochimilco. Colocó la primera piedra del que sería bello y legendario cine Olimpia (lamentablemente destruido). Dormía y amanecía sus días en una mansión ubicada en Bucareli 85. Se vistió de charro, probó pulque (o simuló, juguetón, que lo hacía junto a la contralto Gabriella Besanzoni; como se admira en las imágenes), y se ha dicho que comió quesadillas, enchiladas y tortas; era un glotón.

Una de sus cartas relata que el 21 de octubre visitó el que con los años sería el Palacio de Bellas Artes: “We went to see the Theatre National wich is a great monument made by an Italian [Adamo Boari] but not complited, and there we loose lots time because we sees all the machinery in function” (sic). Fue entonces cuando de su garganta intemporal prorrumpió la simbólica y ya mítica inauguración del teatro; mítica por la trascendencia artística del personaje, el histórico y bello escenario, y la atmósfera cultural y social en torno a ellos. Y considerando el temperamento eufórico del tenor en público, es imaginable verlo bromear al momento de su acto.

Pero siendo una superestrella de la ópera en Nueva York, sin apuros económicos, extrañando a la mujer cerca de dar a luz a Gloria, su “Puschina”, ¿por qué aventurarse a una gira tan prolongada? Habría que decir que se juntaron a un tiempo varios elementos para hacer posible el acontecimiento histórico. La tradición operística de la Ciudad de México iniciada desde bien temprano en el siglo XIX, cuando solían venir compañías italianas de ópera (como dan a conocer los testimonios históricos y esa extraordinaria novela que es Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno), el hecho de que, según los registros también, al tenor le apasionara no sólo el arte del canto, también el del dinero -sabía hacer negocios con su expresión artística y las grabaciones-, y que aprovechaba, en fin, tanto la celebridad como el periodo de vacaciones antes de iniciar una nueva temporada en el teatro Metropolitan de Nueva York para realizar jugosas giras. Dorothy Caruso afirma que mientras que en el Met le pagaban 2.500 dólares por función, en México recibiría 15.000 dólares por cada una de las actuaciones; cifra estratosférica para la época, “the highest price ever paid a singer”, subraya Dorothy. En 1917 había llegado hasta Argentina, Uruguay y Brasil (en el barco a Brasil, Enrico conoció a Carlos Gardel, que cantó para él; y quien por cierto, ya había grabado también en 1912), y todavía iría a Cuba en 1920, pocos meses antes de su inesperada y prematura trágica muerte en 1921 (canceló incluso la posibilidad de ir a Puerto Rico, Venezuela y Perú).

Grandes artistas han llegado a México y al Teatro del Palacio de Bellas Artes en particular. La vocalidad extraordinaria del “papá” de los tenores “modernos” y fundador de una nueva época en el canto (con Francesco Tamagno como precursor), probando las posibilidades del futuro escenario, fue acaso el presagio de actuaciones proverbiales y la presencia de otras leyendas operísticas por venir. Sobre todo, las de Giuseppe di Stefano y Mario del Mónaco junto a la heroína transformadora de la ópera en el siglo XX, María Callas.

Caruso es un personaje atemporal. Ha trascendido su tiempo particular convirtiéndose en una suerte de ídolo o divo de la ópera, un ícono, columna fundamental del arte del canto. Pronto se cumplirá el centenario de la vida de Enrico Caruso en México. Tal vez haya ocasión de celebrarlo en septiembre-octubre de 2019 en memoria de un momento que uniría para siempre a un artista de excepción al espíritu de un escenario asimismo excepcional. Acto fortuito que se convertiría, además de histórico, en mítico.

P.d. Texto tomado de El Heraldo de México. Publicado con la autorización de este periódico y del autor. Enlace a la publicación original: https://heraldodemexico.com.mx/artes/el-dia-que-caruso-piso-bellas-artes/