No ha habido presidente o líder político en el mundo, que haya sido capaz de mantener durante largos períodos la aprobación popular de sus gobernados. Se entiende que así sea porque el ejercicio del poder es un elemento natural de desgaste que, en muchos casos, si no se administra correctamente, puede dar pie a una caída estrepitosa de la imagen pública y al franco rechazo popular, como ha ocurrido en nuestro país con presidentes como Vicente Fox o Enrique Peña Nieto.

Quizá la única excepción a la regla es la de gobernantes de corte autoritario que en los estudios de opinión y en las elecciones, gracias a una maquinaria estatal que domina las instituciones claves del Estado, los recursos públicos y la comunicación masiva, obtienen para su causa apoyos mayoritarios aplastantes, como ha ocurrido durante muchos años con Vladimir Putin.

Pero incluso el hoy presidente de la Federación Rusa, que llegó a tener niveles de aprobación del orden del ochenta por ciento, está generando entre sus conciudadanos un sentimiento dividido, entre aceptarlo a que se mantenga en el poder después de 2024, o hacer que respete la constitución y se vaya, después de gobernar dos décadas seguidas.

El caso de Putin confirma la filosofía popular que nada es para siempre, y que incluso logrando mejoras significativas en todos los ámbitos de la vida de sus coinciudadanos y reafirmando la presencia de su país en el escenario mundial, como diría la canción del extinto José José, “el amor acaba”.

De modo que hay que insistir que los declives en la aprobación de los líderes políticos de todo el mundo es algo lógico, que no puede considerarse una sorpresa. Claro, hay quienes al final de su mandato logran calificaciones aprobatorias dignas de reconocimiento, como el 60% de Barack Obama, en Estados Unidos, o el 66 por ciento de Bill Clinton. Por cierto, ninguno de los dos pudo hacer que su buena fama al término de sus mandatos pudiera ayudar a sus candidatos a la presidencia, y la justificación más racional es que las simpatías o el carisma no son endosables.

En el caso de México, nunca en la historia moderna del país un presidente había planteado un proyecto político tan ambicioso como el de Andrés Manuel López Obrador. No se le puede comparar ni con Carlos Salinas de Gortari, porque el gobierno de aquél se deslizaba corriente abajo, llevado por las aguas de la globalización, que desde entonces cubren al mundo con la idea del multilateralismo, la interdependencia, la apertura económica y la democracia liberal.

En cambio, la llamada “Cuarta Transformación” se nos ofrece como una vía alterna a la ruta que siguió el país desde los años ochentas, pero lo hace a contracorriente, cuando el mundo cuestiona como nunca los efectos del modelo vigente pero todavía no encuentra, si lo hubiera, nuevo puerto para la organización interna de los países y de las relaciones de la comunidad internacional.

Así que en el ejercicio de poder para implantar un nuevo régimen, es esperable y lógico que la imagen pública del presidente López Obrador sufra un deterioro, hasta ahora, paulatino pero consistente, casi puede decirse, bastante proporcional a los cambios que en tan corto plazo ha podido instaurar en el país y las encuestas están dando cuenta de ello, sobre todo a partir de enero y febrero.

El presidente que al inicio de su administración, hace 14 meses, tenía porcentajes superiores al setenta por ciento, se ubica en los linderos de los 50-60s, cifra todavía representativa de un amplio respaldo popular y lo más importante, aprobatoria. La pregunta no es por qué ha perdido valiosos puntos porcentuales de aprobación, sino lo que hará para mantener cohesionado un respaldo social que le permita seguir avanzando en sus planes.

Dicen quienes saben, que el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene desde 2012 a sus encuestadores de “cabecera”, lo cuales, a partir de que comenzó esta administración, le entregan un reporte semanal sobre la opinión de los mexicanos en torno a temas diversos del quehacer público y de las coyunturas que se van presentando a lo largo de las semanas. La fe que el mandatario deposita en esos estudios es tal, que no sólo descalifica cualquier otra sino que son su principal herramienta para mantener las líneas y los tonos discursivos de sus presentaciones públicas y privadas.

Sería un error muy grave para su propia causa, que los estudios que guían al presidente presenten resultados distintos a los sondeos que se han hecho públicos en los días recientes. Que le oculten que la gente espera menos retórica y más resultados en seguridad y en desarrollo económico, y que le haría bien a su imagen un poco de empatía con las víctimas de la violencia, especialmente con las feministas y con sus causas.

De la misma forma, sería otro error que la oposición lance las campanas al vuelo y piense que el presidente va en “caída libre”. Las encuestas son fotografías del momento y lo que están mostrando es que hay preocupaciones muy fuertes por la falta de resultados de este gobierno, pero el presidente, además de mantener su carisma personal, tiene por mucho los hilos del poder bajo su control y siendo como es, un político tenaz en sus objetivos, no se ve en el escenario que pretenda renunciar a la ruta que ha elegido aunque eso le represente perder más puntos en las encuestas.