Hace un par de meses empecé a caminar diariamente. Se suponía que me ayudaría a sentirme mejor pero con esta rutina sólo he logrado oscurecer mi tono de piel. A veces, todos los que me rodean en el parque están trotando, así que también lo hago. Se siente bien, mientras mi mente esté concentrada en el pavimento, el resto de mi realidad se torna irrelevante, es un tiempo de comunión sagrada entre mi cuerpo y mi mente. Pero como soy yo, uno de ellos siempre quiere deshacerse del otro.

Hoy le di cuatro vueltas, estoy jadeando y llena de sudor. Busqué mi botella de agua en mi auto sin resultados. Tendré que ir a comprar una porque todavía no estoy lista para irme a casa. A esta hora, en la tienda de Don Tito, suele haber mucha gente. Somos los de siempre, los muchachos de la secundaria de la esquina o las señoras que salen de la iglesia a comprar sus tortillas para preparar la cena. Pero hoy no hay nadie.

 

— ¿Cómo está, Don?

—Con la calor está difícil de saber, güera.

Le sonrío al pagar por mi agua, me hace un descuento de 50 centavos.

—Usted me chifla, Don.

—Y usted me mantiene joven, güera.

Porque nos estamos riendo, la esposa de Don Tito asoma su cabeza desde la sala y nos explica como si fuera importante:

—Ya empezó la novela.

Me siento como una niña regañada y chiveada al salir de la tienda pero, por fin, el aire comienza a correr, está más fresco. Hemos tenido un verano duro en la ciudad, con el calor evaporando hasta el más pequeño momento de confort al aire libre. Para llegar a mi auto debo cruzar la calle, la cual, a diferencia de hace diez minutos, está atiborrada de vehículos. Debe haber pasado algún tipo de accidente porque ningún carro se está moviendo. Veo a los conductores salir de sus autos y hablarse en voz baja. No escucho ni sus voces ni sirenas, aunque puedo ver luces rojas y azules rebotar en las ventanas cercanas.  

Caminando anonadada por los hechos, me percato de la presencia de Helena, la vecina. Ella también viene al parque a correr a veces pero ahorita está parada, su mirada fija hacia la avenida que está como a 300 metros de dónde estamos. Parece estar viendo algo en la esquina, pero no lo puedo descifrar. Tal vez son todos los autos que están bloqueando mi visión.

—Helena, ¿qué pasó?

-— ¡Ay! Me asustaste. Pensé que no habías venido hoy.

— ¿Qué pasó?

— ¿No viste? Creo que era un muchacho, se subió al puente peatonal —.

Helena empezó a llorar, no necesitó decirme más—. La patrulla tuvo que detener el tráfico para que no le pasara nada al cuerpo. Están esperando a la ambulancia.

—Me tengo que ir.

No sé cómo llego a mi casa, pero llego, y ahí está Miguel esperándome. No me importa estar llena de sudor, verlo me da mucha felicidad y lo abrazo. Me chocan las lágrimas, pero eso no evita que empiecen a caer por toda mi cara. Miles de preguntas salen de su boca,  no las quiero contestar. Ni siquiera conocí a la persona que se tiró al tráfico, no sé por qué me siento tan afectada por su decisión.

—Bueno, si no me vas a decir qué te pasó, mínimo dime cómo te sientes ahorita. —siempre fue muy comprensivo, por eso lo escogí.

—Tengo sed.

Miguel me volteó a ver con cara de ‘mi novia está loca’.

—También tengo hambre—agregué silenciosamente.

—Sé lo que pasó en el parque.

—No quiero hablar de eso. Sólo quiero agua y comida, ¿está bien?

—Lo que quieras.

En la cocina le ayudo a preparar una salsa para la pasta, es una de esas naranjosas y cremosas. En el refrigerador, tenemos una foto del perro que Miguel tenía cuando era chico, se llamaba Cofi; se murió cuando estábamos en la universidad. Nunca entendí cómo podía llevar un luto tan grande por un perro, pero creo que ya entendí. No necesitamos escuchar la voz de alguien para comunicarnos con ellos.   

  

   *La autora es estudiante de la Universidad Regiomontana