Ya les dije que fui drogadicto; adicto a las drogas, pues; suena feo, pero eso fui. Muchos años, muchos. Comenzó, como todo, por una probadita, y terminé, como todos, sumido en una profunda adicción, en una profunda tristeza, soledad y desesperanza; ahora, a 8 años de distancia, a 8 años de limpieza absoluta, me doy cuenta que, sin saberlo, sin drogarme, estaba solo, triste y desesperado, y que quizá fue la droga el vehículo, el detonante, para acelerar algo que buscaba cambiar y no sabía cómo hacerlo.

Tenía 23 años, y apenas dos de carrera periodística: ya era jefe de prensa de Salma Hayek, de Lucía Méndez, de Daniela Castro, de un congreso de espectáculos llamado Backstage, escribía en una revista que se distribuía en los aviones, tenía una columna en TeleGuía y era el reportero estrella de espectáculos en El Heraldo de México. Estaba terminando mi carrera universitaria y era un deportista ejemplar: corría 10 kilómetros diarios, hacía una hora de aeróbicos... Wow, qué chingón, ¿no? Pues no precisamente.

En mis anisas por tragarme el mundo, sin darme cuenta me fui llenando de compromisos, de trabajos, y en una de esas, como todo, mi personalidad compulsiva me llevó al límite: un cansancio y un agotamiento que provocó que yo probara la cocaína por primera vez.

"Prueba un poco -me dijo alguien-; sólo un poco, te ves muy cansado, y un poco te hará sentir mejor".

Tomé el papel, tomé una tarjeta d crédito; me fui al baño más cercano y ahí, con miedo, mucho miedo, y un cansancio infinito porque a mis 23 años, apenas dormía dos horas diarias, decidí entrarle. Efectivamente, se me fue el cansancio de inmediato, como magia, y me vino una "energía" impresionante. Y ahí en el baño, guardé un poco de droga para llevarme a casa; al día siguiente iba a estar igual de cansado, así que me caería bien un poco más...

Sin embargo, el día siguiente la sensación no fue la misma; de hecho, fue terrible: me entró un nerviosismo, una ansiedad y un miedo terrible; no quería hablar con nadie, no quería que me vieran y, estúpido que estaba, decidí que entonces la noche era el mejor momento para consumirla, no en el día. Y así nació el hábito, no la enfermedad que, insisto, aunque la Organización Mundial para la Salud diga que es una enfermedad, esa es solo una herramienta más que sirve para que la gente siga enganchada y dependiente de una sustancia: el enfermo, al creerse enfermo, tiene justificación para recaer e instancias como Monte Fénix, Oceánica y otras, tienen "enfermos" que pueden pagar 140 mil pesos mensuales (y la recomendación es que deben estar, mínimo, tres meses encerrados). En fin, este será parte de muchas entregas más.

Le decía que había yo decidió consumir la droga solamente en las noches. Siempre de noche. Y así nació el hábito: acciones repetidas en circunstancias similares: soledad, oscuridad, miedo, ansiedad, inseguridad, dolor, angustia...

Una y otra vez, cada noche, cada noche de tantas noches, de tantos años. La misma: llegar a casa, subir a mi habitación y comenzar y repetir el hábito, consolidarlo, afianzarlo: entrar al baño, abrir el sobre... Y viajar al país del miedo, del insomnio, de la sed infinita, del no puedo controlar mi vida, del me quiero morir.

Miente quien dice que la droga lo pone bien, que lo hace trabajar mejor, que lo despierta. Miente. En serio. Nadie puede estar bien si se ha envenenado, si se ha intoxicado. Pero uno, como "buen adicto", quiere creer que así es, que uno se pone bien.

Así, cada noche, llegar a casa, saludar, subir al cuarto, poner cerrojo, entrar al baño y atacarse, tirarse a matar... o a matarse.

En el baño, como buen pretexto, el adicto hasta llega a creer que la droga sirve para evacuar sin problemas, y una vez más se va afianzando un hábito, un experimento al mejor estilo Pavlov: entrar al baño, abrir el sobre, ver el polvo y sentir que uno está listo para evacuar el estómago. Já. Asociar campanita-comida-perrito secretando jugos gástricos. Baño-polvo-pendejo-cagando. Já.

Habían transcurrido apenas dos-tres meses de mi primera vez. Hasta el momento parecía que no había problema, que todo fluía normal. En las mañanas seguía yendo a correr, iba a la universidad, y después a trabajar, entrevistar actores, actrices, ir a la redacción, hacer llamadas, escribir, comer algo, ir a un evento nocturno, ligarme edecanes, y luego la segunda parte, la que afianzó de manera definitiva el hábito: por ahí de las diez de la noche, pedir mi dosis, y sentir que debía salir corriendo de donde estuviera para llegar a casa, y comenzar a saltarme procesos: ya no saludaba, ya no platicaba, sino que inmediatamente me subía a mi cuarto para darle duro, para iniciarme en las desveladas sin fin, en el letargo, en la somnolencia que ni me dejaba pensar, ni me dejaba leer, ni ver televisión, ni trabajar ni hacer nada.

El nerviosismo en el que entraba no me dejaba concentrarme, no me dejaba escuchar, platicar, nada, pero necio y testarudo (en mi pueblo les dicen pendejos) que soy, hasta insistí en hacer como le hacían los demás que se drogaban y que me habían invitado a sumarme a ese mundo de soledades compartidas: iba a cenas, reuniones, en las que invariablemente había alcohol, drogas, alcohol, drogas, alcohol, drogas...

Y luego, luego vino lo peor: alguien me regaló un gramo de cocaína para mi solito. Y así comenzó esta historia: un gramo a la semana, que era eso lo que me duraba.

Una puñalada a la semana; un veneno a la semana; un suicidio lento, pero seguro.

Y, lo peor, se lo juro, es que hasta yo creía que de verdad estaba haciendo lo correcto.