“Aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla.”

Esta frase, atribuida a Napoleón Bonaparte, invita a reflexionar sobre las lecciones para el futuro que el pasado nos puede brindar.

Justo en estos momentos, esta reflexión puede ser muy valiosa para México y vale considerar no solo nuestra propia historia, sino la de nuestros vecinos de América Latina.

A propósito de lo anterior, quiero recomendar un fantástico libro titulado “A Monetary and Fiscal HIstory of Latin America, 1960–2016″, que analiza la historia de la política fiscal y monetaria en once países de América Latina, incluido México.

El capítulo para cada país fue escrito por economistas locales que realizaron un importante trabajo de recolección de datos históricos y que conocen la historia de su país a profundidad. Los editores, Timothy Kehoe y Juan Pablo Nicolini—economistas del Banco de la Reserva Federal en Minneapolis—se encargaron de unificar los trabajos bajo un mismo marco teórico: analizar las crisis económicas que desafortunadamente han azotado a la región durante los últimos 60 años.

Es el déficit

Si bien las circunstancias políticas y económicas varían bastante en los once países, entre sus principales conclusiones detectaron un común denominador en la causa de todas las crisis económicas en la región: la incapacidad para controlar el déficit fiscal. De modo tal que la secuencia de déficits crecientes, seguidos de crisis de deuda, espirales inflacionarias y devaluaciones parece ser la fórmula que se repite una y otra vez (¿suena familiar?).

Lo importante es subrayar que la lección es sobre el déficit, no sobre el tamaño del gobierno, ni el enfoque social de su gasto. Por ejemplo, existen países como Canadá, Francia y España, donde el tamaño del gobierno y el gasto en seguridad social relativo al PIB es bastante mayor que en México (o cualquier país latinoamericano), sin embargo, ellos no caen en crisis similares a las de nuestra región, porque entienden que la clave está en la recaudación, específicamente en recaudar, en promedio, lo mismo que se gasta.

La lección de controlar el déficit para lograr la famosa estabilidad macroeconómica ha sido bastante costosa para México. Sólo recordar la terrible depresión económica de los años ochenta, una prolongada resaca después de la fiesta populista de gasto sin control que representaron los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo.

Cabe destacar que en este aspecto México había logrado un comportamiento ejemplar durante casi treinta años, desde el gobierno de Ernesto Zedillo hasta 2018. Fue una lección tan bien aprendida que hasta el presidente López Obrador reconoce la importancia de mantener las finanzas públicas balanceadas.

Pero… aquí está el pero

A pesar de que entienden muy bien el qué, tanto el compañero presidente como su equipo, parecen no entender (o no querer entender) cómo.

El fiasco en la planeación presupuestal de 2019 fue la primera señal de que, desde entonces, algo no marchaba bien. El balance presupuestario mostró un superávit de 1.1% del PIB, lo cual sería una excelente señal de buen manejo de no ser porque el gobierno, para maquillar lo que en realidad iba a ser un déficit, echó mano de la mitad de los fondos que había en el Fondo de Estabilización de los Ingresos Presupuestarios (FEIP).

Este fondo es nada menos que “el ahorrito” del gobierno federal para cubrir déficits en caso de crisis económica, lo que no hubo en 2019, más allá de la autoinfligida por la presente administración.

Después, en 2020, llegó la tragedia por la emergencia del coronavirus y, con ella, el gobierno de AMLO terminó de drenar el FEIP y todos los otros “guardaditos” que tenía. Fue así, que logramos entrar al 2021 “sin déficit”, pero también sin ahorros.

Para 2021 el balance presupuestario fue negativo, de -0.1% del PIB y, tan solo el gobierno federal, alcanzó un déficit de 1.1% del PIB.

“Déficit sin guardaditos”

La situación es preocupante, por un lado, ya se acabaron los ahorros y por otro, debido a que la causa está en el constante incremento del gasto social sin controles ni evaluaciones y peor, por la “inversión” en proyectos de dudosa rentabilidad, basados únicamente en lo que promete el presidente, sin estudios ni evidencia que sus intenciones o alcances económicos y sociales.

Este ritmo de gasto no podrá sostenerse sin una profunda reforma fiscal que permita al gobierno incrementar y ser más eficiente en la recaudación de impuestos.

Lamentablemente, aunque se trate de una reforma que desde hace tiempo urge, también es la menos probable que el presidente decida impulsar. Ha repetido sin cesar “no habrá nuevos impuestos”, “no habrá incrementos de impuestos”. No supo o no quiso darse cuenta de que el enorme capital político con el que llegó en 2018 resultaba ideal para llevarla a cabo. Haberlo logrado habría sido sin duda un legado mucho más valioso y duradero para las generaciones futuras que cualquiera de sus megaproyectos.