La elección que estamos viviendo en Estados Unidos, ha contenido una serie de características atípicas en función de cuatro grandes variables. Primero, Donald Trump fue presidente de los Estados Unidos de 2016 a 2020, lo que permite a propios y extraños tener una idea muy clara de sus modos en el ejercicio del poder, pero lo que no tiene nada que ver con lo que generalmente pasa en las elecciones en Estados Unidos, es que haya un periodo intermedio (en este caso el de Joe Biden), entre ambos ejercicios públicos que el republicano pudiera llegar a tener; esto es: todos conocen, pero también valoran a Trump.
La segunda variable a analizar, es la dramática polarización entre progresistas y defensores del orden regular que, por primera vez, están luchando una batalla a lo largo y ancho de todo el occidente político. Los que pertenecen al progresismo woke, pretenden sustentar su superioridad moral en una serie de criterios que ellos creen políticamente correctos, pero que la media de la población rechaza por estar opuestos a los valores tradicionales y traer aparejado un hartazgo sobre tanta imposición dispar a la que se sienten obligados a someter a los que los rodean. En resumen, se podría decir que, los defensores de esta tesis sostienen si no estás de acuerdo en todo conmigo, es porque eres un fascista.
La tercera variable tiene que ver con el derrumbamiento de la tesis fukuyamiana del supuesto fin de la historia y con lo que en los 90 y primeros años del presente siglo, se conoció como orden unipolar, donde por breves y efímeros momentos, se soñó que la democracia liberal y cierto modelo de mercado podrían trasladarse a la humanidad entera. Este periodo está sustituido por una nueva bipolaridad entre un occidente que decae en Europa, y el denominado sur global, al que media humanidad, empezando por los BRICS, está adherida.
La cuarta y última variable es el impulso a figuras femeninas de todos tonos y colores, como protagonistas de un nuevo orden basado en la decidida imagen de un feminismo empoderado, aunque a veces tenga que recurrirse a prácticas más que forzadas para alcanzar esta apariencia.
Así las cosas, el proceso político mexicano alcanzó tres dimensiones que ahora rigen al sur de la frontera del poderoso vecino, la primera, una izquierda histórica acompañada de medio PRI, enseñoreada en las vetustas posiciones de un régimen insuficiente. En la segunda dimensión, el narco poder y la narco cultura como un hecho de identidad propia que permea a todas las capas de la sociedad, incluyendo a otros poderes legales o fácticos que se ven, necesariamente vinculados a esta realidad consuetudinaria. La tercera y última dimensión, el fin de la autarquía económica mexicana y su sustitución por un ingreso norteamericano-dependiente y por un gasto mal planeado y peor ejecutado, inseparable de la mala calidad de los productos chinos.
Este es el escenario en el que la primera administración del mundo, muy probablemente encabezada por Donald Trump, tratará con su primer socio comercial: la bastante paralítica República Mexicana.
Si la visión estratégica y el más alto interés de la nación prevalecieran, el canto ideológico de las sirenas sería tapado con cera de los oídos del Estado mexicano; lo lógico y natural sería entender que este segundo mandato de Trump proviene de un contexto de temor a los Estados Unidos que mueren como cultura expansiva y dominante, de una clase media que habrá de aferrarse a cualquier costo a su visión axiológica que implica democracias funcionales y sometidas como aliados confiables, o regímenes semi autoritarios y atávicos como espacios a combatir.
Ser el primer socio comercial de Estados Unidos es un espejismo que refleja ciertamente una mayor dependencia del gigante del norte a nuestra proveeduría, pero es un espejismo porque en realidad esta dependencia es aún bastante marginal, ronda en el 19% de las importaciones del comercio norteamericano, lo que nos coloca como necesarios, pero fácilmente sustituibles, obligándonos esto a no instalarnos en el discurso de la soberbia de una codependencia utópica. México y la administración Sheinbaum tienen que asumir que la fiesta del fentanilo y los cárteles desbocados ha terminado ya, y que es preciso impulsar la creación de contrapesos democráticos que permitan al poderoso vecino defender nuestro modelo democrático y no reclamarnos la falta de este pues, una vez derrotados los demócratas, es absolutamente esperable que un joven J. D Vance, u otro líder conservador, joven y convencido, alcance la reelección e inicien un modelo de organización electoral que garantice la prevalencia de la mayoría blanca, cristiana y protestante, que no perderá la oportunidad de garantizar su proyecto político y cultural ante la derrota de las izquierdas y las minorías en torno a Kamala y el decadente Biden.
Haríamos bien los mexicanos en concentrarnos en nuestras fortalezas, tanto puertas adentro, como transfronterizas, para tener mejores elementos de impacto en la realidad norteamericana que equilibren los temas de cárteles y fentanilo. Haríamos también bien, en ponernos un poco más serios en el análisis de la política hemisférica y la ruta de los conflictos por venir en el Asia-Pacífico, para reorientar nuestra relación con China y reconducirla hacia Japón, Corea del sur y Taiwán.
Como el grito de la Roma republicana con las fuerzas cartaginesas rodeando la ciudad, nuestra comentocracia y clase política gritan aterradas: ¡Trump ad portas! Falta descubrir al joven Escipión que convierta la unidad derivada del terror, en la fortaleza del siguiente momento.