Sir Tomás Moro es uno de los personajes históricos más graves y fascinantes. Hombre de pluma, fue primero y ante todo magistrado de la República Literaria, y luego, por razones de circunstancia, cual desde que el mundo es redondo, y hasta hoy, se disciernen los cargos públicos, canciller de Inglaterra bajo Enrique VIII, el oscuro y cismático rey Tudor. La cancillería era el puesto más encumbrado al servicio del soberano y Moro fue el primer laico en llevar el Gran Sello real, privanza hasta entonces de cardenales y altos purpurados. Los honores, ventajas y amabilidades que apareja ser el miembro más prominente de la corte, todas fueron cosas de pocas aprecio y valor para un hombre de estatura moral descomunal y de integridad pétrea, como fue el ilustre jurista. Jamás consintió anteponer el interés, ni la ganancia ni la mentira, a su conciencia. Al precio mismo de su cabeza.

El prestigio de Moro era bien conocido en Inglaterra y en toda Europa. Como abogado, era fama su capacidad y pericia en el litigio, así como su rectitud y laboriosidad como funcionario judicial; como escritor, su obra Utopía le mereció el reconocimiento de las mejores mentes de su tiempo, sin olvidar que fue amigo íntimo del mismísimo Erasmo de Rotterdam, quien rumiaría su Elogio de la locura mientras cumplía el trayecto de Italia a Londres con motivo de una de sus visitas a Moro. En medio de una grave crisis política y económica, fueron esas prendas las que movieron a Enrique VIII a ofrecerle el máximo cargo político del reino, sólo por debajo de su propia majestad.

La extraordinaria película Un hombre para la eternidad, dirigida por Fred Zinnemann, nos ofrece el diálogo en el que el rey inglés llama a Moro a su servicio. Nuestro filósofo le pregunta por qué de entre tantos hombres ameritados y competentes para ese cargo, lo elige a él, que no cree estar a la altura de esa distinción. Enrique VIII le responde: “Porque eres honesto, Moro. Y lo que es mejor, se sabe que lo eres”. Aunque trató de negarse, las gracias de un rey no son artículo que se pueda rechazar. Resonó la voz de Tácito, un autor para él muy conocido, que muchos siglos atrás, a propósito de Nerón, había escrito que “las mercedes de quien ostenta el poder tienen la fuerza de una orden inapelable”. Moro, como antes Séneca, hubo de probar que no hay cosa de más peligro para un hombre íntegro que la cercanía con un poderoso, que tanto procuran los incautos.

En Utopía, Moro, que poseía esa elegancia que habla a los buenos entendedores, se muestra con seriedad y a la vez con humor; maestro del discurso, ora es directo, ora envuelve con sutileza los razonamientos para que seamos nosotros mismos los que develemos las conclusiones al retirarles la vestidura. Tuvo el aliento de los autores clásicos que tanto admiraba y de los que fue lector insaciable. En palabras de Francisco de Quevedo: “Escribió poco y dijo mucho. Si los que gobiernan le obedecen, y los que obedecen se gobiernan por él, ni a aquellos será carga, ni a éstos cuidado”.

La Iglesia Católica, a la que Moro perteneció como uno de sus fieles más preclaros, lo nombró Patrono de los Gobernantes y Políticos. Nuestro filósofo se habría sentido honrado, pero quizá no habría evitado esbozar con levedad una sonrisa. Tengan salud.