Es cierto, el Poder Ejecutivo le ha otorgado nuevas y mayores, tanto responsabilidades como canongías, a las Fuerzas Armadas, y esto obedece a varios factores: Uno (para un servidor) el principal es el optimizar al máximo posible los recursos del Estado mexicano en un sentido fructífero para el país, destinando a los médicos, ingenieros y demás profesionistas militares, desde el más importante hasta el más modesto de ellos, a obras y programas que han sentado ya firmes cimientos para el movimiento de la cuarta transformación de la vida pública en México.

Sin embargo, otros aspectos que explican el incremento de las Fuerzas Armadas en la vida pública del país es el tremendo peligro que significaba, al haber sacado al Ejercito de sus cuarteles (por parte del espurio Calderón), de corromperse ante poderosas agrupaciones del crimen organizado, otorgándoles mejor contratos para negocios lícitos, ante lo que se evidenció en el tristemente célebre caso Ayotzinapa.

Pero, hay más, y quizás esta última que enumero, sea aún más significativa y toral, que es el evitar que los poderes fácticos, el gran empresariado rapaz y sin escrúpulos, hubiese intentado cooptar al Ejército y Marina para fraguar un golpe de Estado. No ya al estilo de los recientes en Perú y Bolivia, ni siquiera del de Victorano Huerta a Madero, revestidos de menos de legalidad, así haya sido obscena, sino uno al estilo del chileno a Salvador Allende a principios de los 70: a sangre y fuego, que si ya la oligarquía demencial mexicana logró tomar por asalto y comprar a la SCJN, así como a parte del Congreso, en detrimento del interés general de la Nación, sin el nuevo trato a las fuerzas castrenses mexicanas, no hubiesen tenido miramientos en intentar derrocarlo por la vía de las armas. Por lo demás, el tiempo ya se está encargando de darle la razón, en este espinoso tema, al presidente Andrés Manuel López Obrador.

Ojalá que el próximo presidente termine por fijar una frontera inexpugnable entre el poder privado (nacional y/o extranjero) y el del Estado, al estilo de la gran China, dónde es impensable que alguno de sus magnates intente la osadía de inmiscuirse en los asuntos inherentes al Estado, como sí vino ocurriendo en el México de las últimas décadas antes del venturoso año 2018.