En Reforma el historiador Enrique Krauze ha anunciado la aparición de su nuevo libro, Crítica al poder presidencial. Tal obra la integran trece artículos del autor publicados “durante los sexenios de ocho presidentes: de López Portillo a López Obrador”.

El señor Krauze —intelectual a quien respeto y aprecio—, en 1997 pensó que “México había dejado atrás la antigua condena de que la figura presidencial —su biografía, su carácter, sus traumas y obsesiones, sus ideas— siguiera siendo determinante en su historia”. Hoy, Enrique lamenta haberse equivocado: “hemos vuelto al pasado”, dice, sobre todo “en lo que concierne a la concentración de poder en el presidente”.

Enrique Krauze concluye su artículo en ReformaEl Norte, en Monterrey; Mural, en Guadalajara— diciendo que no sabe “cuánto durará la nueva presidencia imperial”, admitiendo que ignora “cuándo lograremos consolidar una presidencia institucional”, pero que, en cualquier caso, “habrá que seguir diciendo NO al poder, en particular al poder absoluto en manos del presidente en turno”.

Supongo que en 1997 Enrique pensó que había llegado la hora de enterrar a la figura presidencial como “determinante en la historia” porque el PRI empezó a perder aceleradamente su poder y, al fin, pareció posible echar al priismo de la presidencia de México.

Ese año, en septiembre, nació la revista Milenio, que yo dirigía. Las entrevistas normalmente las realizaba el director editorial adjunto, Ciro Gómez Leyva. Pero, a veces, otros nos encargábamos de ese ejercicio. Pude, entonces —en 1999, si no me equivoco—, entrevistar a un anciano expresidente, López Portillo. Le pregunté si el PRI iba perder las elecciones presidenciales del año 2000. Respondió que aquel sistema, el de los presidentes imperiales y antidemocráticos, lo había inventado un presidente, y que solo otro presidente lo iba a poder destruir. Es decir, si Ernesto Zedillo quería, la oposición derrotaría al PRI.

Zedillo quiso y el PRI perdió. ¿Qué hizo Zedillo para asegurar la derrota priista? Algo realmente muy sencillo desde la presidencia: garantizar elecciones limpias. El priismo en el 2000 jugó sin demasiadas ventajas ilegales, y el PAN lo derrotó.

La nueva democracia no entregó todo el poder al panismo, ya que, de nuevo, en la Ciudad de México ganó la izquierda, ahora encabezada por Andrés Manuel López Obrador.

Hubo democracia en el año 2000 y, gracias a ella, la derecha panista no tuvo todo el poder. Logró controlar la presidencia, pero la jefatura de gobierno del entonces Distrito Federal quedó en manos de AMLO. Un hecho destacable es que casi todas las gubernaturas siguieron siendo priistas.

Antes de las elecciones de 2006 pareció posible otro gran avance democrático: que la izquierda ganara la presidencia. Se iba a completar la transición: del PRI al PAN y del PAN a la izquierda —desde entonces liderada por AMLO—, para que después gobernara simple y sencillamente quien quisiera la gente.

Las encuestas anticipaban que López Obrador iba a resultar vencedor en las elecciones de 2006. Si el PAN y el PRI hubieran jugado derecho, es decir, democráticamente, Andrés Manuel habría gobernado México hace 15 años. Pero, traicionando la democracia, lo impidieron priistas y panistas apoyados por los grandes grupos empresariales, los mayores intelectuales y los más poderosos medios de comunicación.

En 2006 Andrés Manuel y su partido de izquierda no habrían tenido, en la presidencia, ni la mitad del poder que ahora tienen y que, por cierto, han conseguido democráticamente. Democráticamente, hay que subrayarlo. Si a AMLO lo hubieran dejado llegar en su primera elección presidencial, habría gobernado sin mayorías en las cámara de diputados y senadores y con prácticamente todos los gobernadores militantes de otros partidos. De eso se trataba: de que la democracia no entregara todo el poder a una sola opción política, pero…

En 2006 le robaron la elección presidencial a López Obrador, la antidemocracia volvió al poder, gobernó muy mal el beneficiario de aquel fraude, Felipe Calderón —tan mal que metió a México en la perdida guerra contra el narco que seguimos sufriendo—, y años después, en 2018, decepcionada por el retorno a las trampas electorales e indignada por el caos en el país, la sociedad mexicana democráticamente decidió que AMLO y su partido, Morena, debían controlar todas las instituciones.

Podrá parecerle a Enrique Krauze excesivo el poder que hoy tiene López Obrador, pero el historiador no tiene argumentos —no los tiene porque no existen— para calificar de antidemocrático o imperial al actual presidente. Andrés Manuel y su partido ganaron las elecciones en 2018, volvieron a ganar en 2021, todo indica que en 2022 se quedarán con cinco de las seis gubernaturas en disputa y, de plano, luce inevitable que, en elecciones limpias, Morena triunfe en las presidenciales de 2024.

Si Enrique Krauze honrara un viejo ensayo suyo —”Por una democracia sin adjetivos”—, tendría que abstenerse de adjetivar con mala leche a la presidencia de AMLO. ¿Presidencia imperial? Por favor, Enrique. El único adjetivo que merece Andrés Manuel es de presidente democrático porque ganó, con gran apoyar popular, viniendo desde abajo, las elecciones de 2018. ¿O no ocurrió así?

Suplico a Enrique un ejercicio de autocrítica. Él no vio —porque no quiso verlo— el enorme fraude electoral que dejó a AMLO sin la presidencia en 2006. No solo se negó a percibir semejante traición a la democracia recién nacida, sino que, inclusive, decidió aportar su granito de arena —por el prestigio de Krauze resultó una tonelada de concreto— en la construcción de la imagen que quisieron diseñarle a López Obrador de ogro político, de impresentable mesías tropical, imagen que se utilizó como coartada intelectual para justificar el fraude de hace 15 años.

Sin ese fraude, querido Enrique, no tendría Andrés Manuel tanto poder. Esta es la verdad. AMLO ahora tiene lo que puede parecer a muchos demasiado poder porque la gente se lo entregó, en elecciones libres, como una manera de castigar los abusos de quienes no quisieron que la derrota del PRI en el año 2000 fuera el inicio de una era democrática en México, sino que hicieron de ese hecho, verdaderamente histórico, el inicio de un nuevo periodo de gobiernos corruptos y autoritarios incapaces de respetar la voluntad popular expresada en las urnas electorales.

¿Algún día Enrique Krauze reflexionará sobre el daño que hizo a México el fraude de 2006? Ojalá lo haga. Porque si insiste en sugerir que Andrés Manuel perdió esa vez a la buena, no logrará realizar el diagnóstico correcto acerca de lo que ha pasado en nuestro país.