Un día 21 de abril, hace ciento treinta y cinco años, nació en Florencia, Italia, Piero Calamandrei. Para los hombres de leyes, y especialmente para los jueces, la resonancia de su solo nombre evoca dos cosas que, si separadas son valiosas, unidas –como estaban en él— son la materia de la que están hechos los gigantes: el saber y el deber, la ciencia y la conciencia.

La atención de la historia siempre se vuelca hacia las personalidades volcánicas y desmesuradas, que como en un arrebato atraen hacia sí de golpe las miradas: revolucionarios, caudillos, tiranos y mártires, pueblan muchas páginas y conversaciones. Es la pulsión natural a lo pasional y flamígero. Hay, sin embargo, caracteres sosegados y apacibles que envuelven bajo la apariencia de una blandura exterior la firmeza de las rocas, y que resultan ser las verdaderas vigas de la humanidad. De tales era Calamandrei.

En la semblanza que el jurista y magistrado español Perfecto Andrés Ibáñez hace con motivo de la edición de uno de uno de los textos más difundidos del florentino (Fe en el Derecho, Marcial Pons, Madrid, 2009) se dibuja su figura poliédrica y casi inabarcable. Lo sigo. Calamandrei ejerció el ministerio de la aulas como titular de la cátedra de Derecho procesal, primeramente en Messina y Siena, y luego en su natal Florencia; fue constitucionalista y constituyente: su pluma fue una de las que escribieron la Constitución italiana de 1948; fue abogado litigante que profesó “la severa religión de lo justo” y una idea genuinamente sacerdotal de su función; practicó la política (ese mar proceloso) con impecable textura ética, investido del más alto noble sentido de esa actividad; fue antifascista convencido y activo; intelectual de altos vuelos, comprometido fundador de la revista Il Ponte que estaría llamada a jugar un rol de primer orden en la consolidación de la cultura democrática de la Italia posfascista; fue escritor sutilísimo, incluso sublime, y pintor de una calidad y delicadeza extraordinarias. Un ser humano de grandes virtudes, que honró la lealtad y la amistad como prendas esenciales del sentido de la vida.

Su obra como riguroso científico del Derecho procesal es grandiosa, pero la finura de sus ensayos y escritos literarios son sencillamente geniales. Apenas graduado de leyes, en un encuentro fortuito, leí su Elogio de los jueces escrito por un abogado. En ese momento lo caté como una bella pieza literaria —que lo es, y a la altura de las mejores prosas—, pero la falta de vivencia no me permitió en esa sazón captar la enorme suma de sabiduría que reposa en sus páginas: es un libro para quien ya ha probado todos los sabores de la vida y que a pesar de ello no ha cedido al desencanto y al pesimismo. Su valor es incalculable, considerando que son los consejos de un viejo sabio e íntegro, creyente de la legalidad y de la justicia; de un defensor de las formas del Derecho, a las que concebía como cauces insustituibles de la civilidad, pero que al final del día no ignoraba que casi todo se cifra en el compromiso personal de quien tiene la función, para él sagrada, de aplicar y hacer respetar la ley. Tengan salud.