Con una disculpa anticipada por el tono escolar con el que empiezo esta columna, me atrevo a recordar la diferencia entre poder y autoridad, y entre autoridad y potestad, en un segundo término. El poder es la capacidad de sustituir voluntades; concretamente, la ajena por la propia, nada más. Los mecanismos y las finalidades dan lo mismo. La autoridad es la capacidad de generar obediencia, libre y consciente. Eso quiere decir que, por definición, esta prescinde de la coacción. La potestad es el reconocimiento social del poder, por lo que, para efectos sociológicos (los de derecho romano son irrelevantes), es el respeto que se le tiene a la capacidad de ejercer coacción. Idealmente solo lo tiene el Estado; en la realidad, lo tiene hasta el crimen organizado en algunas latitudes. A lo que debe aspirar un gobernante, si quiere tener gobernabilidad sostenible, es a tener las 3 cosas, porque cuando falta una, pasan cosas desagradables:

Si le falta potestad, se ve obligado a ejercer coacción más de lo necesario, provocando resentimiento y agotando sus recursos, tanto en lo material como en lo social, erosionando su legitimidad. Esto le pasó al Estado mexicano en 1968, y por eso, hasta la fecha, cualquiera puede bloquear una carretera, tomar la calle, invadir terrenos, cobrar deudas a golpes y básicamente hacer lo que le da la gana, sin consecuencias, porque el Estado no quiere usar la fuerza ni siquiera cuando está obligado a ello.

Si le falta autoridad, al menos en los regímenes democráticos, es casi seguro que el electorado lo sacará del poder en la primera oportunidad. Eso le pasó al PRI en 2000 y, más dramáticamente, en 2018. En esta situación, la población presume que cualquier decisión que tome el gobierno, es corrupta o tiene segundas intenciones. La evasión fiscal generalizada es una consecuencia de esta situación.

Si le falta poder, normalmente la clase política entera se extingue o capitula. Esta situación ocurre a nivel integral en las guerras convencionales con el Estado perdedor, en las revoluciones exitosas. A nivel local, es más difícil distinguir entre esto y el primer caso, pero baste decir que un Estado no debe optar por la coerción si hay altas probabilidades de fracasar. Un ejemplo de prudencia en México fue la negativa del gobierno durante la pandemia a cerrar el Metro, aunque era el foco natural de contagio en la CDMX, o la resignada pasividad de la alcaldesa de Iztapalapa cuando 30 mil tianguistas salieron durante el confinamiento a vender como siempre, y lo de siempre. Es mejor parecer magnánimo que tratar de imponer y fracasar, porque entonces queda manifiesta la debilidad, y ahí sí se acabó todo.

Estas categorías deben estar presentes en los análisis que se hagan sobre la recomposición de fuerzas a partir de las decisiones de candidaturas y las campañas, que ya se pierden en la noche de los tiempos y la autoridad electoral tiene el vergonzoso papel de hacer como que está y que ve, y que sanciona. Pero volviendo al tema, la autoridad no se hereda, ni se transmite por un cetro ni cualquier símbolo tangible. Eso es una cursilería que además pretende borrar los límites entre un proyecto político y la devoción religiosa. El poder del Estado mexicano ha ido en declive, y la figura presidencial, antes de 2018, también. Tal vez empezó con Fox, aunque yo creo que con Zedillo. En 2018, AMLO recuperó mucho del poder presidencial, debido a una mezcla de rasgos, buenas lecturas políticas (conoce perfectamente cómo piensa y cómo reacciona la mayoría de los mexicanos) y la circunstancia histórica que le tocó gobernar. Lo más importante es, quizás, que frente a decenas de millones de mexicanos, él tiene, además, del cargo legal, legitimidad, y esa depende de la aceptación a sus decisiones y a su persona, nada más.

Empero, nada de eso se endosa, ni se pasa de una persona a otra, no importa quién sea o cuánto la quiera el líder. Lo más probable es que la siguiente presidenta (quien resulte), tenga que reconstruir, ya no la legitimidad, sino el aparato gubernamental que permite a las decisiones políticas convertirse en realidades materiales y que, desde hace años, sólo se ha ido reduciendo por razones entre optimistas y enigmáticas.

Es muy pronto para analizar con objetividad las razones por las que AMLO, o alguien como AMLO, era en 2018, no digo yo que conveniente o inconveniente (cada quién tiene su inflamada opinión), pero creo que inevitable. Empero, ese liderazgo carismático, que tiende a la personalización del mando y al caudillismo providencial, no es sostenible y, contra lo que muchos crean, tampoco basta que él se mantenga “cercano” o “detrás”. El ejercicio del poder y el equilibrio de fuerzas sociales y económicas no funciona de esa manera. No es ganar las simpatías populares lo único que debería preocupar a la clase política presente, sino cómo gobernar más allá de la propaganda. No está claro.