En medio de una transformación geopolítica global, la decisión del gobierno de Claudia Sheinbaum de enviar al canciller Juan Ramón de la Fuente como representante oficial de México a la Cumbre de los BRICS en Río de Janeiro plantea preguntas fundamentales sobre el rumbo internacional del país. Más allá de los gestos diplomáticos, lo que está en juego es la naturaleza misma de nuestra relación con nuestro primer socio comercial y aliado estratégico: Estados Unidos.
Con más de 860 mil millones de dólares en comercio bilateral durante 2024, Estados Unidos representa más del 80% del intercambio internacional mexicano, y más de 50% del empleo manufacturero nacional depende del acceso preferencial al mercado estadounidense mediante el T-MEC. Además, las remesas familiares enviadas desde EE.UU. superaron los 63 mil millones de dólares el año pasado, sosteniendo economías locales en más de 1,800 municipios.
Por eso, acercarse de manera formal, aunque sea como observador, a un bloque liderado por potencias rivales de Occidente como China y Rusia, constituye más que una jugada de diversificación, es un gesto político con alto costo potencial. La geopolítica no admite ingenuidades.
Hay quienes intentan justificar esta postura con una comparación histórica, evocando el activismo del México de los años 80 bajo el liderazgo de José López Portillo y el Grupo Contadora. Sin embargo, ese paralelismo es profundamente equivocado. México entonces era un país protegido económicamente, con una paz social impuesta desde un sistema de partido hegemónico, y una política exterior cuidadosamente no alineada. Hoy, México es una economía abierta, interdependiente y fracturada por la violencia del narco y la desconfianza internacional en sus instituciones.
La supuesta complementariedad con países como Brasil o India no puede entenderse sin reconocer que estos también están compitiendo por el mismo tipo de inversiones, exportaciones e influencia que México intenta preservar en Norteamérica. Mientras tanto, la participación mexicana en un foro geoestratégico promovido por potencias autoritarias puede ser interpretada como una provocación innecesaria en Washington, en momentos donde las relaciones bilaterales ya están tensionadas por el narcotráfico, el tráfico de armas y el descontrol migratorio.
¿Puede México diversificar sus vínculos internacionales sin poner en riesgo su ancla principal? Sí, pero eso requiere prudencia, coherencia diplomática y una estrategia clara, no improvisaciones ideológicas ni simbolismos que pueden ser interpretados como deslealtad por nuestros socios. La política exterior no puede construirse sobre la tentación de protagonismo multilateral si no está respaldada por realismo económico y compromiso institucional.
La agenda con India sobre medicamentos y cooperación en salud es positiva. Pero no requiere participar en un foro que busca redefinir el orden mundial a contracorriente de occidente. Si México desea insertarse con dignidad en los espacios internacionales, debe hacerlo desde la certeza de que su fuerza está en el hemisferio occidental, en su integración con Norteamérica, en la defensa de la democracia y en la reconstrucción de su legitimidad interna.
En política exterior, el simbolismo importa. Y este gesto, aunque disfrazado de pragmatismo, envía el mensaje equivocado, en el momento más delicado.
El futuro de nuestra nación está con la libertad, el comercio abierto, y la seguridad compartida con nuestros vecinos del norte.