En el último mes, mientras las portadas económicas celebraban el crecimiento del PIB y la estabilidad del tipo de cambio, los mapas de CONAGUA se teñían de rojo: más del 65% del territorio nacional está bajo algún tipo de sequía. En paralelo, el precio del maíz subía 17% y el jitomate 22%. ¿Banxico tiene la culpa? No. ¿Es un problema de política monetaria? Tampoco. La inflación ya no está viniendo de los mercados, está viniendo del clima.
Vivimos una paradoja incómoda: la economía mexicana está creciendo, pero lo hace a costa de agotar los sistemas que la sostienen. Los embalses bajan, los suelos se erosionan, los incendios forestales se multiplican y los precios de los alimentos se disparan por razones tan simples como la falta de lluvia. Esto no es una metáfora apocalíptica, es una realidad medida, registrada y cada vez más evidente. Estamos ante lo que algunos economistas llaman “inflación ecológica”: el alza de precios generada por la crisis ambiental.
Y sin embargo, el discurso oficial sigue anclado en el fetiche del PIB. Como si crecer fuera suficiente. Como si todo lo que importa se pudiera medir en puntos porcentuales. Como si el desarrollo fuera un Excel que se imprime cada trimestre. Pero hay una pregunta que pocos se atreven a poner sobre la mesa: ¿qué pasa si el crecimiento económico no solo es insuficiente, sino que está mal enfocado?
Durante décadas, la teoría económica dominante trató al medio ambiente como una “externalidad”, una especie de daño colateral del desarrollo. Podías contaminar un río mientras generaras empleo. Podías talar una selva si aumentabas el PIB. Podías construir una refinería en una zona de estrés hídrico, siempre y cuando la obra tuviera derrama económica. Pero los eventos recientes están desnudando la fragilidad de esa lógica.
Hoy la naturaleza está empezando a cobrar facturas que no aparecen en el presupuesto. Cada litro de agua escaso encarece la producción agrícola. Cada ola de calor empuja la demanda eléctrica. Cada incendio forestal afecta la calidad del aire, la productividad y la salud pública. El problema no es moral, es matemático. No se puede sostener un modelo de crecimiento infinito sobre una base ecológica finita.
Es aquí donde entra un enfoque que aún es marginal en el discurso público pero esencial para el futuro: la economía ambiental. No es una moda progresista ni una cruzada verde. Es una forma de reconocer que la naturaleza no es un recurso ilimitado, sino un activo económico con límites físicos, que debe incorporarse explícitamente en nuestras decisiones fiscales, presupuestales y de inversión.
México presume de estar en transición hacia una economía más sustentable. El Tren Maya, el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, incluso algunas acciones de Sembrando Vida se venden como ejemplos de “desarrollo verde”. Pero en la práctica, muchos de estos proyectos se construyen sin estudios de impacto ambiental sólidos, sin consultas reales, y sin una visión integral de sostenibilidad.
La economía verde, bien entendida, no es simplemente “producir lo mismo, pero con paneles solares”. Es un cambio profundo en cómo entendemos el valor, el crecimiento y el progreso. Implica reducir la huella ecológica de la producción, transitar a energías limpias, proteger ecosistemas críticos, rediseñar subsidios y, sobre todo, replantear las prioridades de inversión pública.
¿De qué sirve un megaproyecto ferroviario si su operación depende del consumo intensivo de agua en una región donde ya no hay?, ¿cómo se justifica el crecimiento del PIB si lo acompaña el colapso del sistema agrícola por falta de lluvias?
El sistema económico actual se construyó sobre supuestos que ya no aplican. Creíamos que los recursos eran renovables eternamente, que la tecnología resolvería cualquier escasez y que el mercado se autoajustaría. Hoy sabemos que el cambio climático no es solo un fenómeno meteorológico, sino una disrupción económica de gran escala. Y, sin embargo, seguimos usando indicadores pensados para el siglo XX.
Urge una nueva narrativa económica. Una que incorpore la contabilidad ambiental en las cuentas nacionales. Que mida no solo el crecimiento, sino la regeneración ecológica. Que reemplace la obsesión por el PIB por indicadores como el Producto Interno Verde, la huella hídrica o la resiliencia climática. Porque si no lo hacemos, lo que vamos a tener no es una recesión, sino algo peor: un crecimiento que destruye su propio futuro.
Lo dijo Nicholas Stern en 2006 y sigue vigente: el cambio climático es el mayor fallo de mercado de la historia. Y, como todo fallo de mercado, solo se corrige con política pública. Pero aquí seguimos, esperando que el cielo vuelva a llover mientras construimos más infraestructura sin revisar el tanque de agua.
México puede crecer este año. Quizá el siguiente también. Pero si ese crecimiento sigue ignorando la realidad ecológica, solo estaremos acelerando el choque con nuestros límites naturales. La verdadera pregunta no es si creceremos o no. La pregunta es: ¿cuánto más podemos crecer sin destruir las bases de nuestro propio bienestar?
El debate sobre economía ambiental no es una excentricidad académica. Es, literalmente, una discusión de supervivencia. Porque si seguimos contando solo el dinero y no el agua, solo los empleos y no los ecosistemas, solo los megaproyectos y no sus consecuencias entonces estamos midiendo el incendio sin ver el humo.