En medio del vértigo económico global, de las promesas digitales y la precariedad en expansión, México se desliza hacia una transformación demográfica silenciosa pero devastadora. La tasa de natalidad cae año tras año, con una crudeza que ni el progresismo más iluso puede disimular: 1.91 hijos por mujer, debajo del umbral mínimo necesario para reemplazar a la población. El número de nacimientos cae 3.7% anual, según datos del INEGI. Las élites aplauden (menos nacimientos, más sostenibilidad), pero la realidad económica no perdona ingenuidades.

La reducción de nacimientos no es sólo una cifra, es el preludio del colapso del contrato social. Menos niños hoy significan menos trabajadores mañana; lo cual, implica menos recaudación fiscal, menos productividad y más presión sobre un sistema de pensiones frágil y desigual. Para el año 2050 más de 24 millones de adultos mayores poblarán el país, muchos sin cobertura médica, sin pensión digna y sin familia cercana que los cuide.

Esto no es teoría. Es economía política con fecha de caducidad. El lamentable ejemplo de la reducción de la natalidad forzada es China, en donde la consecuencia de la política de “un solo hijo”, coloca al gigante asiático bajo la enorme presión de una pirámide en la que hoy día predominan los viejos, haciendo peligrar el impulso económico que tanto costó construir a su sociedad entera.

No es distinto en países capitalistas en los que se impulsaron políticas que buscaron reducir los nacimientos. En Europa vemos con tristeza cómo el impacto, además de económico es, sobre todo, cultural pues, no sólo dejaron de nacer europeos sino que están siendo sustituidos en su propia geografía por otros grupos étnicos que desprecian su cultura y complican su economía.

La narrativa oficial intenta reducir el problema a una ecuación de mercado; más tecnología, más automatización y más eficiencia pero, detrás de esa fantasía tecnocrática, yace una verdad incómoda: la economía sólo prospera si existe una base social que la sostenga; es decir, necesitamos hijos, familias, nuevas generaciones.

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El problema no es la falta de recursos, sino la desvalorización sistemática del proyecto familiar. Hemos condenado a la maternidad a ser vista como una carga; hemos convertido la paternidad en un rol difuso e irrelevante, y hemos arrinconado las estructuras familiares tradicionales al último rincón del debate cultural.

Mientras tanto, el Estado mexicano no ofrece ningún incentivo estructural para revertir esta tendencia. No hay apoyos robustos para madres trabajadoras, ni incentivos fiscales para familias numerosas, mucho menos un sistema de cuidados digno. Solo contamos con un asistencialismo coyuntural y políticas pensadas para ganar elecciones, no para construir futuro.

Urge abandonar el modelo pasivo y progresista que ha predominado en los últimos años. Si queremos evitar un invierno demográfico irreversible, México debe adoptar una agenda pública decididamente pro-familia, económicamente realista y culturalmente firme. A continuación, algunas propuestas urgentes:

1. Estímulos económicos directos a las madres: transferencias mensuales crecientes por cada hijo a cargo, exenciones fiscales para familias numerosas y reducción de jornada para madres con empleo formal.

2. Reforma profunda del sistema de cuidados: creación de un verdadero sistema nacional de cuidados, con corresponsabilidad público-privada; formación y certificación profesional de cuidadores; centros comunitarios familiares en zonas urbanas y rurales.

3. Incentivo educativo y laboral a la maternidad: acceso y permanencia gratuitos a universidades públicas para madres jóvenes; créditos productivos y capacitación específica para madres solteras o amas de casa que deseen emprender.

4. Impulso cultural a los valores familiares: campañas públicas que visibilicen el valor económico, afectivo y cívico de la familia con más de un hijo; reconocimiento simbólico y material a matrimonios duraderos y familias estables; defensa del rol materno y paterno en las escuelas públicas como pilares de estabilidad social.

5. Rediseño urbano y habitacional: vivienda social para familias con más de tres hijos; espacios urbanos adaptados para la vida comunitaria intergeneracional.

La modernidad líquida ha hecho del individualismo y el hedonismo su dogma, vendiendo como liberación lo que en realidad es una precarización emocional y económica. La familia tradicional, con sus imperfecciones y virtudes, ha sido la institución más resiliente frente al caos de los mercados y el colapso moral. Recuperarla no es nostalgia: es visión estratégica.

No se trata de imponer ideologías, sino de reconocer que, sin una base familiar sólida, ninguna nación puede sostener su desarrollo económico. Las grandes potencias lo saben, aunque callen. La izquierda moderna lo niega, aunque sus cifras la contradigan.

México todavía puede cambiar de rumbo. Pero requiere políticas valientes, con fundamento moral y visión económica. No basta con aceptar el invierno: hay que construir la primavera demográfica con decisión y con alma.