Previo al partido, escribí en mis redes sociales lo de siempre; que otra vez nos flagelaba la angustia que invariablemente sirve de preludio a una final disputada entre México y los Estados Unidos; que nuevamente se envidiaba la indiferencia de la mayoría de los gringos en torno a este tipo de acontecimientos.

Y es que al norte del Río Bravo reina el desinterés y al sur la ansiedad. Así es esto. Como todo lo que protagonizan estas dos naciones vecinas contrasta. Las disimilitudes económicas son contrastantes, tanto como nuestros colores de pelo, piel y ojos. También en nuestras alturas. Y, lo peor, en el talento.

Todo lo que representa esta vecindad es una enorme antítesis. Y mientras que en todo nos vemos lastimosamente superados, hace años teníamos el consuelo del futbol. Que los que entendemos de esta pasión, sabemos que, si en la pelota se encuentra el alivio, nada se entiende como grave. Porque el mundo se puede caer a pedazos; mas si tu equipo queda campeón, la felicidad prevalecerá.

El problema es que para los mexicanos ese aliento, ese desahogo y aplacamiento que nos puede suponer el balón se ha perdido. Ya ni a los Estados Unidos les ganamos finales. Eso duele y preocupa. Por eso la importancia de reivindicar el espejismo de la superpotencia.

Esta final servía para que la Selección Mexicana se redimiera con una tribuna cansada de decepcionarse y llorar. México tiene una deuda inmensa con el graderío y su afición.

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Yo nada más pedía que tuvieran vergüenza y le ganaran a un equipo cuyo pueblo no le llora; que le tuvieran respeto a las lágrimas y a los cánticos de los mexicanos; que respetaran a quienes han hecho de ellos, los dueños de este, el más bello de los juegos, empresarios. Cuando los que deberían tener el monopolio de esta pasión somos los que nos apasionamos, no los que se enriquecen a costa del juego y los jugadores.

Vivimos tiempos que sirven de vísperas de un campeonato del mundo que inauguraremos en casa. Y ni así podemos tener dignidad.

Se perdió la final contra el vecino del norte. Para variar.

Al final del partido, comenzó la gente a gritarle puto al portero. El famoso grito que la FIFA no acaba de entender; empero que sí sanciona. Pues que nos castiguen. Y que nos castiguen bien.

Que griten puto. Si el pésimo futbol no trae consigo consecuencias, que la grada las genere. No solamente puede ser la afición la afectada. Que les duela a los dueños de esta ignominia. Que lo paguen. Ahora les toca a ellos llorar.

Si la única herramienta que tiene la tribuna es el grito de puto para castigar a esta selección infame, que se grite. Que nos quiten el Mundial, que nos quiten todo. A ver si así aprenden los usurpadores de nuestra pasión.