De entre todas las formas de censura, la más peligrosa no es la que te prohíbe hablar. Es la que te hace creer que hablar ya no sirve.
Y eso es justo lo que pasó con el artículo 109 de la nueva Ley de Telecomunicaciones, ese que le daba al gobierno el poder de bloquear plataformas digitales sin orden judicial. ¿Censura? No, no, tranquilos: fue “un error de redacción”. Pero seamos serios: ¿ustedes creen que algo así se les “chispoteó”? ¿Que por arte de magia metieron censura en una ley y nadie lo notó hasta que reventó en medios?
Parece más bien una prueba de laboratorio político. A ver cuántos gritan, cuántos callan, cuántos hacen como que no vieron nada y la verdad, parece que no fue tan escandalosa la situación. No hubo marchas y tampoco muchas personas que salieran a defender la libertad de expresión. Al final, no importaba si el artículo se quedaba o lo retiran: ya sabían lo que necesitaban saber.
Porque aquí va la verdad incómoda: todos los gobiernos quieren controlar el relato, así como la percepción de la mayoría. No importa si se visten de demócratas, progresistas, conservadores o tecnócratas. Cuando ya tienen el ejecutivo en la bolsa, si el Congreso les obedece, y si el poder judicial sólo existe para firmar lo que les pongan… Lo único que les queda para coronarse es el cuarto poder. Ese que a veces les aplaude, pero otras les estorba. Ese que antes eran las televisoras, pero hoy también son las redes, los podcasts, los canales de YouTube que incomodan, los medios digitales.
Y claro, no lo van a decir así. Lo van a disfrazar de “combatir la desinformación”, de “soberanía”, de “ordenar el caos digital”, o hasta de “proteger la moral pública”. Pero en el fondo, es lo de siempre: quieren decidir qué se dice, quién lo dice, cómo se dice y hasta a cuantas personas puede llegar.
Ahora bien, lo más delicado no es eso. Lo más delicado es que ya no necesitan hacerlo por la fuerza. Porque lo más fácil es que nos callemos solos. Por prudencia, por miedo, por comodidad. Porque “ahorita no es el momento”, “mejor no hay que meterse”, “para qué si nadie va a hacer caso”, “ya lo dirán otros”, “a mí ni me afecta”. Y así, poco a poco, vamos silenciando las palabras incómodas con excusas.
Y ojo: el silencio también tiene un mensaje. Cuando todos callan, ante cosas tan fuertes: algo se está diciendo. Y quienes tratamos de leer entre líneas ya entendimos lo que eso significa. El que se calla no siempre otorga, pero sí revela. A veces miedo. A veces complicidad.