“Se debe imaginar a Sísifo feliz”: Albert Camus

El resiliente es un Sísifo degradado: no empuja su piedra por destino impuesto por los dioses, por rebelión o por desafío existencial, sino por mandato psicológico. Carga la roca más pesada entre las rocas pesadas: la de la resignación voluntaria.

Ha sido convencido —por terapeutas de empresa, gurús del coaching y burócratas del desastre— de que su destino es seguir adelante, siempre adelante, sin preguntar por qué ni para qué. La resiliencia se ha convertido en la ideología de los tiempos oscuros: una forma de obediencia emocional al orden establecido, una glorificación de la adaptación sin crítica, un opio moderno para los que ya no esperan justicia.

En apariencia, la resiliencia suena virtuosa: sobreponerse a las adversidades, recuperar la estabilidad, salir fortalecido de la crisis. ¿Quién podría estar en contra?

Su trampa reside en un poder que nunca impone con cadenas lo que puede inculcar con palabras bellas. La resiliencia, en manos del neoliberalismo, no es una virtud: es una consigna. Se ha convertido en el nuevo mandamiento del sujeto posmoderno: que no cuestiona, no se queja, que vive bajo el imperio del ya supéralo. Y si no puedes, la culpa es tuya.

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La resiliencia se ha convertido en un dispositivo de normalización ideológica. Lejos de denunciar las causas estructurales del sufrimiento humano —la precariedad, la explotación, la desigualdad, el abandono estatal—, lo individualiza, lo privatiza, lo convierte en un asunto de gestión emocional. El pobre no es víctima del sistema, sino de su escasa resiliencia. El desempleado no es el resultado de una economía salvaje, sino de su falta de actitud positiva. El enfermo no es el producto de un sistema de salud colapsado, sino de su escasa inteligencia emocional. Así funciona este veneno disfrazado de virtud.

Como advierte Diego Fusaro, la resiliencia ha sido erigida en “palabra del poder”, una categoría del sometimiento emocional. El sujeto resiliente no resiste, se adapta. No se rebela, se reinventa. No transforma, se resigna. Se le celebra por su capacidad de soportarlo todo: sueldos miserables, jornadas interminables, estrés crónico, violencias normalizadas. Y se le premia con palmadas en la espalda: tú sí que sabes salir adelante. La resiliencia no es fuerza, es rendición maquillada. Es la servidumbre voluntaria del siglo XXI, con sonrisa de Instagram y frases motivacionales.

Carlos Javier González Serrano lo dice sin rodeos: la resiliencia banaliza el dolor. Lo vacía de significado político y lo llena de mandatos morales. Nos pide que estemos siempre bien, siempre fuertes, siempre funcionales. Nos prohíbe quebrarnos, llorar, detenernos. Nos exige ser máquinas de aguante. Y cuando ya no podemos más, nos diagnostican como “frágiles”. Lo que antes era legítimo sufrimiento hoy se patologiza como falta de resiliencia. Pero no hay terapia que cure un sistema que enferma.

La ideología de la resiliencia es profundamente reaccionaria. En lugar de denunciar las causas sociales de la catástrofe, entrena individuos para sobrevivir dentro de ella. En vez de justicia, promueve entrenamiento emocional. En lugar de solidaridad, predica la autosuperación. Por eso es funcional al neoliberalismo: reemplaza la lucha por el mérito, la política por la autoayuda, la resistencia por el coaching. Nos convierte en gestores de nuestra propia desgracia.

Y el resultado es una sociedad cínica, emocionalmente desgarrada, en la que se espera que los pobres emprendan, que los excluidos sean creativos, que los enfermos sonrían, que los trabajadores exprimidos agradezcan su empleo. Se admira al que “sale adelante”, se culpa al que cae, se invisibiliza al que ya no puede. La resiliencia ha ocupado el lugar de la dignidad. Y eso es inaceptable.

No, no toda resiliencia es buena. Hay resiliencias miserables. Hay resiliencias que son síntomas de la derrota. Hay resiliencias que no son virtud, sino adaptación desesperada a lo insoportable. No nos pidan más resiliencia. No queremos rebotar: queremos que no nos lancen contra el suelo. No queremos adaptarnos a la injusticia: queremos abolirla. No queremos volver a empezar: queremos cambiar el final.

La resiliencia convierte el sufrimiento en mérito, la adaptación en obligación y la resignación en virtud. Frente a esa trampa, debemos reivindicar el derecho a no aguantar más, el derecho a resistir, a romper, a gritar, a exigir que el mundo no nos pida fortaleza, sino justicia: hacer la revolución.

No es el individuo quien debe reconstruirse una y otra vez, es el sistema el que debe ser demolido.

X: @RubenIslas3