REFUTACIONES POLÍTICAS

La cultura tardomoderna de los derechos humanos se enfrenta a un dilema inherente, que se nutre de una ingenuidad profunda respecto a las relaciones de poder que estructuran nuestra realidad política y social. En un mundo que se precia de defender los derechos fundamentales del ser humano, se olvida con frecuencia una premisa que debería ser central: todo sistema penal y de seguridad pública es, por naturaleza, represivo. Este principio fue comprendido con asombrosa claridad por Hobbes en el Leviatán, donde recuerda que la fuerza y el control son inherentes a cualquier forma de gobierno.

En la actualidad, vivimos bajo la ilusión de que los derechos humanos pueden, por sí solos, subvertir o abrogar las estructuras de poder que existen en el núcleo de nuestras sociedades. Esta visión, aunque bien intencionada, demuestra una profunda desconexión con la realidad de las relaciones de poder que subyacen a toda política. Para entender el fondo de esta falacia, es necesario desentrañar las dinámicas de poder que se mantienen firmemente ancladas en los sistemas jurídicos, particularmente en aquellos que pretenden garantizar los derechos humanos.

La creencia de que los derechos humanos pueden operar como un contra-poder autónomo a las estructuras de poder es, en última instancia, una falacia metafísica que no tiene correspondencia con la realidad social. Este enfoque considera a los derechos humanos como un conjunto de normas universales que actúan como una fuerza moral capaz de disolver las relaciones de poder que dictan la política. Se piensa que los derechos humanos pueden actuar como una barrera frente a la opresión, protegiendo al individuo contra los abusos del poder estatal, económico y social.

No obstante, esta visión no toma en cuenta un principio fundamental: los derechos humanos son construcciones jurídicas, políticas e ideológicas, y como tales, siempre están marcados por las relaciones de poder que los producen. Los derechos no son una categoría atemporal ni neutral; están fuertemente influenciados por las dinámicas de poder que estructuran las sociedades y los estados. Esto implica que los derechos humanos no son, en sí mismos, una forma de desactivar o suplantar el poder, sino que son una forma particular de ejercerlo.

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El sistema penal es, por su propia naturaleza, represivo. Su función es controlar, castigar y disciplinar, y si bien puede existir en el marco de una legislación que proteja los derechos humanos, la esencia de su funcionamiento radica en la coerción. Los mecanismos del poder estatal son inherentemente punitivos, ya que se basan en la capacidad de imponer sanciones a quienes infringen las normas establecidas. Aquí no hay una contradicción con los derechos humanos, sino una relación tensa y compleja.

Hobbes lo entendió claramente cuando describió al Estado como un poder supremo capaz de imponer la paz mediante la coerción. Para él, el orden solo podía garantizarse a través de un contrato social que renunciara a la libertad individual en favor de la seguridad colectiva. En este sentido, el contrato social y el derecho penal surgen de la necesidad de regular las pasiones humanas y evitar el caos. No se trata de un poder benigno que garantice la libertad, sino de un poder que controla y disciplina. La seguridad, bajo esta concepción, es inseparable de la represión.

En la práctica, los sistemas penales y de seguridad pública en las democracias contemporáneas se presentan como estructuras que protegen la libertad individual. Sin embargo, esta promesa de protección está íntimamente ligada a una maquinaria de control que oprime a los vulnerables, a los pobres, a las minorías. Los derechos humanos, al ser regulados y administrados por un sistema estatal, siempre están sujetos a los intereses y a las relaciones de poder de los actores que los implementan.

La ironía radica en que, mientras más avanzan las legislaciones y los tratados en favor de los derechos humanos, más sofisticados se hacen los mecanismos de control y represión. El discurso sobre los derechos humanos, lejos de desactivar el poder, lo reconfigura y lo canaliza en nuevas formas de vigilancia y disciplina. El Estado, lejos de abrogarse el poder, se fortalece al integrar en su estructura la defensa de los derechos humanos.

La ingenuidad que predomina en la concepción tardomoderna de los derechos humanos debe ser desafiada por una reflexión crítica sobre las relaciones de poder que gobiernan nuestras sociedades. En lugar de idealizar los derechos humanos como una fuerza capaz de abrogar las estructuras de poder, debemos entenderlos como un campo de lucha dentro de las dinámicas de poder existentes. Los derechos humanos, lejos de ser la negación del poder, son una forma más de su ejercicio, en la que la represión y el control continúan desempeñando un papel central.

En última instancia, el pensamiento de Hobbes sigue vigente, recordándonos que el orden y la paz no pueden existir sin la coerción, y que el poder, en todas sus formas, es la fuerza que regula y define las relaciones humanas. La ingenuidad de la cultura tardomoderna de los derechos humanos es, pues, una ilusión que debe ser cuestionada y replanteada, si realmente aspiramos a una comprensión más realista de las dinámicas de poder que estructuran nuestro mundo.

@RubenIslas3 X