La legitimidad va de la mano de la convicción popular de que se está haciendo lo correcto. Acompañarse de legitimidad es anhelo de todo gobierno, de todo proyecto político en el poder. La legitimidad es consenso y también la convicción de quien gobierna que le inspira una causa superior. La legitimidad no necesariamente se acompaña de los resultados, de hecho, puede prescindir de éstos si el sentimiento popular es que se está haciendo lo debido.
Ayer, Raymundo Rivapalacio en su columna Estrictamente Personal, afirma que López Obrador confunde legitimidad con legalidad. No es el caso, el presidente no confunde, privilegia legitimidad sobre legalidad, como también hace con su idea de que la justicia debe prevalecer sobre la ley. Esta observación es relevante para entender la manera como el régimen obradorista gobierna, incluso su desdén no sólo por la justicia formal, sino por el sentido común, postura que lo ha llevado al absurdo de pretender hacer a los juzgadores funcionarios avalados por el voto popular, en un esquema que garantiza que los candidatos sean los suyos y los votantes que definen sean los de él y de su aparato electoral.
La ley a diferencia de la legitimidad es que tiene definición expresa y hay normas y procedimientos para su creación, reforma o abrogación, así como para su interpretación y aplicación. Por lo mismo, representa un límite a la autoridad porque su diseño lo hace un órgano legislativo independiente y su vigencia la acredita el órgano jurisdiccional investido en Poder Judicial independiente del gobierno. En este régimen el Congreso ha estado sometido al Ejecutivo a grado tal que las iniciativas del presidente no son modificadas en forma alguna. Sólo quedan dos límites para la autoridad presidencial, la Constitución y el Poder Judicial, responsable de hacerla valer. La reforma de López Obrador pretende que el contenido de la Carta Magna sea un recurso a modo del poder presidencial y acaba con la independencia del Poder Judicial, eliminando el status obligado de imparcialidad, consustancial a la tarea judicial.
El presidente no está solo en la convicción de privilegiar legitimidad sobre legalidad. El desprecio a la ley es una de las mayores debilidades de la sociedad mexicana. Está también en sus élites, parte de ellas nacidas y desarrolladas en el marco de la discrecionalidad gubernamental. Para un sector de la oligarquía nacional, los órganos constitucionales autónomos son estructuras que hay que eliminar, y van de la mano las pulsiones autoritarias del régimen con el interés de la otrora mafia del poder.
La legalidad es consustancial a la ciudadanía, las libertades y la economía. La certeza de derechos no sólo es referencia para la vida social y la relación entre particulares, por excelencia tiene que ver con el poder público. La salvaguarda de los derechos humanos deriva, fundamentalmente, de la relación del ciudadano con la autoridad. Incluso, la misma justicia civil ante una eventual diferencia entre particulares es una tarea pública que entraña que el particular pueda protegerse de la arbitrariedad judicial invocando a instancias superiores, asegurando así la observancia de las garantías procesales en la Constitución. En el esquema anterior, ajeno a la democracia, todo se resolvía en la gestión ante la autoridad o el gobierno, incluso la acción de justicia misma.
Legitimidad que prescinde de la ley es trampa mayor, especialmente si quien la invoca es la autoridad, que puede ser vía para la arbitrariedad y abrir paso al autoritarismo. Tampoco puede la justicia prescindir de la legalidad. La justicia es una apreciación subjetiva o relativa, materia de opinión; sólo adquiere sentido en referencia y con sustento en la ley.
La legitimidad del proyecto sirvió para prevalecer en la contienda electoral en condiciones tales que se prescindió de la legalidad al hacer del presidente y del Estado instancias al servicio de un partido, de una causa. El mandato fue para gobernar, no para cambiar el régimen. Sin embargo, los ganadores se arrogan el derecho de cambiar unilateralmente las reglas del juego y transformar a profundidad las leyes que acotan al poder y dan certeza a los derechos.
Los actores económicos reaccionan con mayor rapidez al cambio que afecta la seguridad jurídica. No es la legitimidad lo que importa, sino las condiciones que dan certeza. Sería deseable que igual ocurriera en la sociedad y en el ciudadano, difícil en una sociedad que no aprecia el valor de la legalidad y sí el de la legitimidad.