Terminar una relación nunca es fácil. Esto solamente lo entiende quien ha pasado por un proceso similar. De la misma forma que uno se enamora (caer-en-el-amor) se puede levantar de él, pero no se puede seguir siendo la misma persona. Hay un daño específico, un dolor puntual que no vuelve a sanar. Se supera, sí, pero no completamente, es una herida permanentemente abierta, cicatriza de forma extraña, a veces hacia dentro y a veces ayuda el bálsamo de las presencias amistosas. Entonces, de esta caída se sale y se va. ¿Pero, a dónde vamos? No es una partida solamente física, es un nuevo camino que va descubriéndose a cada paso. Efectivamente, cada paso, como ir despacio sobre las brasas al rojo vivo, quema y duele. Mirar hacia atrás, que no para convertirnos en estatuas de sal, también genera otros dolores. La nostalgia levanta la costra y parece que nos devuelve al inicio de la senda ardiente; nos impide entender que hemos avanzado, aunque se suspire y duela hacerlo. Entre tantas dolencias el corazón se vuelve, paradójicamente, más frío, más temeroso, tiembla en lugar de latir. En esos intersticios pendulares de bienestar/malestar encontramos que nuestra existencia está en el centro. Recordamos lo que somos. Nos asumimos en el primer protagonismo de nuestro existir. Esa vereda, ahora surco, nos devuelve al vacío propio. Igual que sentirnos parte de la pequeñez cuando se contempla el cielo estrellado en el campo abierto. ¿Quién soy frente a la montañosa enormidad del desamor? ¿Qué soy si mi espíritu ha experimentado una de los peores actos humanos? ¿De qué sirve un cúmulo de fluidos y carne desmotivado por el corazón roto?

Peregrinar es emprender un viaje a un lugar sagrado. ¿Cómo peregrinar hacia adentro? ¿Cómo recuperar la sacralidad personal en medio de la inmundicia emocional? En la teología mística se le conoce como la noche oscura del alma, un proceso en el que la persona otrora depósito de revelaciones se encuentra en un abismo donde la deidad enmudece. En palabras de Paz: “La noche está a punto de desbordarse”. La persona peregrina con la plegaria murmurante entre los labios, los pies marchando y sintiendo el suelo. No se flota en el trayecto a lo sagrado, se padece. En esta afección trascendente, comienzan a aparecer los Carontes que nos llevan por el inframundo. ¿No sería sublime escindir el cuerpo del espíritu? ¿No sería mejor dejar de sentir cuando lo único que nos invade es la sensación de rendirnos a la tristeza? ¿No es acaso la melancolía una semideidad a la que habrá que rendirle culto? El laberinto de la depresión es una tentación frente al duelo cuando se pierde a la persona amada. Es una comodidad tan costosa como radical. Perderse dentro de sí parece la mejor salida hasta que la salida adopta la forma de la luz. Basta de imaginarla poderosa, es acaso una pequeña vela encendida que resiste la tempestad, aunque parezca inminente su extinción. Es la esperanza de la humanidad en que se puede mejorar incluso desde lo peor. Si todo dolor carece de sentido, la vida no tendría momentos de belleza o de asombro. La sombra no vive sin la luz y viceversa. Si todo fuera solamente el pasado o solamente el futuro, el tiempo (aquella trampa con la que alimentamos la caducidad) no sería curativo sino un trago amargo previo a la eternidad. Y henos aquí, avanzando hacia una mañana que tarda siglos en llegar. Sin embargo, llega.

He atestiguado que revivir y reinventarse desde el sufrimiento es posible. He visto esa montaña de ceniza convertirse en hoguera. No sé cuánto dura, no sé si sea sano tener tanto bienestar. En lo fugaz también hay reinvención vital.  En la fenomenología de las olas siempre hay movimiento y siempre hay cambio. Se agitan y estrellan y vuelven al océano. En un momento son sacrificadas para después integrarse a la quietud del mar. Inmolan su humedad para seguir dando vida. Y tal parece que la única intención del despertar es arrojarnos a la vida. Quizá volver a ser y, con suerte u orientados por el devenir, volver a caer en el amor.