La “demolición controlada” de Twitter, a manos de su nuevo dueño, el magnate Elon Musk, sigue en marcha.

Ni siquiera en los escenarios más descabellados, los malquerientes más grandes de Twitter, incluyendo algunos gobiernos y agencias de inteligencia de “occidente” habrían soñado con la destrucción tan rápida y extensa de la app.

Al brutal estilo de dirección de Musk, quién se comporta cómo el peor déspota de la era del apartheid de su natal Sudáfrica, se le sumó una rebelión por parte de los empleados de la red social, una combinación entre algunos de los mejores talentos del Silicon Valley norteamericano, en las áreas de UX/UI y programación.

La realidad es que Elon no contaba con que la “gente pequeña” de Twitter lo mandara al carajo y comenzaran a presentar renuncias en masa al cuchitril en que ha convertido el portal en menos de un mes.

A los fiascos de las verificaciones en venta a 8 dólares, se han sumado la falta de confianza de los anunciantes -eso es lo que pasa cuando despides o renuncian ejecutivos de ventas con relaciones de varias décadas con las empresas- y el estilo dictatorial del ultraderechista oligarca.

Ante su estupidez, Musk no tiene otra respuesta que la mano dura. En eso se parece a Felipe Calderón, el principal beneficiado del nido de fascistas en que se convirtieron buena parte de las oficinas directivas de Twitter México, en donde había hasta exfuncionarios panistas... “but I digress”. Ahora, ha decidido cerrar la sede de Twitter en San Francisco para evitar “sabotaje” en su juguete nuevo.

Sobra decirlo, pero Twitter no es Tesla, ni SpaceX, ni el resto de las empresas alimentadas por contratos de gobierno con los que ha hecho su fortuna (ficticia) que lo coloca cómo el “hombre más rico del mundo”. Por eso, insisto. Esta destrucción de Twitter es tan buena, tan eficaz, que hasta parece planeada.