El ser humano se niega y se evade de la realidad; incapaz de reconocerse como creador único y supremo, recurre a la formación de creencias (δόξα, noum), un dar certidumbre a cualquier proposición cuan absurda que sea. En su necedad de otorgar validez positiva a toda invención discursiva (dios, por ejemplo) truquea la realidad y se niega a reconocer su propia y macabra identidad como aprendiz de brujo. Teniendo frente así la validez objetiva de sus actos, la excluye y acepta a la subjetividad que le impone el sentimiento, destierra de su vida a la verdad cruda sólo porque ella no es poética ni negocia con los sentidos. Toda creencia se inscribe en el dominio de la fe, vive en el mundo de las disposiciones positivas, siempre afirma y por tanto excluye cualquier negación. El miedo a la verdad le impone negar y siempre afirmar: dios es amor o los Derechos Humanos son inherentes a la naturaleza humana.

Toda convicción es una creencia, un prejuicio, la superstición convertida en discurso válido frente al foro de oyentes que balan una y otra vez la misma frase: la vida es un derecho. Ahí, en el mundo de las creencias la Duda (Descartes) está prohibida, pues ella siempre suspende el juicio en relación a la validez de una opinión, el hablar siempre en negativo, el cisne negro que siempre podrá aparecer en el lago para negar la creencia sobre los cisnes blancos como totalidad hegeliana. El platonismo se impuso en la modernidad de la posguerra y se instaura como fe absoluta de una posmodernidad que acepta toda creencia frente a la evidencia. El horror que deja el belicismo de las dos guerras mundiales, impone a las buenas conciencias lavar con un nuevo credo la responsabilidad que genera el terror cotidiano. La cruel realidad obliga a claudicar de cualquier respuesta ilustrada, las instituciones se nutren entonces de múltiples líneas discursivas que se transforman en reglas prescriptivas llenas de ideología: La Declaración Universal de los Derechos Humanos, el nuevo gran relato que Lyotard no pudo olfatear.

Sólo es posible derecho subjetivo alguno si hay una comunidad política que lo cree, los Derechos Humanos se otorgan desde el poder político, no se reconocen porque no están ni han estado en la naturaleza humana, el homo sapiens nace desnudo, indefenso, frágil, sin libertad; un ser ofertado a la barbarie de la naturaleza. La ideología moral cristiana inserta en el discurso institucional de los Derechos Humanos los ha determinado como utopía, obstaculizando así su comprensión y aceptación desde la realidad política. Es la Voluntad de Poder la única razón constructora de derechos, en su oposición al estado de naturaleza.

El discurso, la retórica, carece de instrumentos para transformar la realidad que es cruel y humana, demasiado humana. En lugar de obrar como abogado del diablo que señala las falacias y los errores, la doctrina jurídica repite los versos de la bienaventuranza de los derechos, cuando la cotidianidad sacude al mundo al mostrarnos los argumentos en contrario. No se ve a la vida como una realidad concreta inmersa en relaciones de poder, como bien descubrió Foucault, sino como invención de la moral (Nietzsche, una vida que vive del engaño). Por el contrario a la práctica cristiana que divide al Mundo en buenos y malos, es vital construir el Derecho para garantizar los derechos desde la actitud del viejo inmoralista, de aquel que forja las normas en el fango de la realidad, que sabe que es la Voluntad de Poder la única actitud capaz de sujetar por el cuello toda forma de injusticia. Los Derechos Humanos son antes que nada una razón ilustrada, la creación del ser amoral que transita a un ente extramoral desde la Ética de la Libertad: el espíritu libre.

Por el contrario, al repetir una y otra vez la mentira del origen intrínseco de los derechos, la Libertad obra como servidumbre que niega el acto creativo de la Política como Leviatán que nos defiende del Estado de Naturaleza: lo único intrínseco en nosotros es la violencia que surge de la necesidad de sobrevivir en un espacio vital adverso. Contrario a ello, se sostiene la vieja tesis del relojero afirmada por el teólogo William Paley, de un creador sabio y perfeccionista que ha puesto en el alma de todos a la bondad de unos derechos prestos a dar felicidad. El platonismo que sale de la voz de Sócrates sitúa a los derechos desde el fondo de la caverna para afianzar la devoción de las viejas y equivocadas ideas como la veneración al suelo, a las costumbres y al hombre bueno.

Frente a la natural barbarie, los Derechos Humanos surgen como una construcción racional y civilizatoria, como universalidad liberadora de toda servidumbre, un terremoto que transforma la regla histórica del derecho del fuerte sobre el débil, un acto revolucionario, prometeico, el demonio que pone en su lugar a dios. Ahí es donde el ser político se hace las preguntas torales sobre la realidad que le ha impuesto la dominación y la servidumbre, respondiendo con contundencia que es dueño de sus propias virtudes, que es capaz de enseñorearse en pro y en contra de si mismo, de dar utilidad a sus virtudes, y reconocer a la injusticia necesaria para forjar la justicia necesaria del Derecho Positivo.

Nietzsche descifró con ruda claridad el significado de lo humano: una vida condicionada por la perspectiva y la injusticia, no como fantasía de cuento de hadas donde el bien triunfa sobre el mal, sino como desenvolvimiento mezquino, la vida como fin y medida. Contrario a lo que la ideología cristiana ha predicado, no se ama al prójimo sino a la conservación del yo, de la vida propia. Por tal razón es que a lo largo de la existencia humana se han perpetuado las jerarquías. Así entonces, después de la barbarie que significó para los europeos, asiáticos y africanos la segunda guerra mundial, las potencias triunfantes forjaron una nueva jerarquía: la Democracia.

La nueva Democracia, alejada de su abuela griega, oculta su despotismo bajo el manto de la organización plural y controlada, la Asamblea de Naciones y el Consejo de Seguridad, el nuevo credo sustentado en el humanismo sin humanos: el hombre como verdad eterna poseedor por natura de derechos oponibles a toda injusticia, pero sujeto a una realidad imposible de cambiar, mejor estoicismo no podría haberse encontrado. Desde este anzuelo lanzado al mar de hombres y mujeres inmersos en innumerables relaciones de poder, se ha impuesto la metafísica de las reglas para ocultar el viejo dominio de las élites sobre una masa que ha perdido todo interés por la revolución, por la ruptura de paradigmas como única forma de construcción del conocimiento.

En lugar, como afirma Kuhn, de romper el conjunto de creencias, valores y técnicas que comparten los miembros de una comunidad dada, para el caso de la sociedad occidental de los siglos XX y XXI, la cultura oficial de los Derechos Humanos a reafianzado los valores surgidos del cristianismo para imponerlos como discurso ideológico dominante a todas las naciones sin importar la historia ni las contradicciones sociales y humanas. El error parte de la afirmación falsa de considerar a la Vida como un derecho, como un derecho subjetivo (un jus in rem o un jus in personam) en el que se obliga a la realización de una conducta ajena frente a un hecho que está fuera del dominio humano. No se entiende que la Vida es un hecho contingente producto del azar y no un hecho necesario producto de la causalidad. La vida no es algo debido, un hecho necesario sino algo que puede o no ser.