El gobierno mexicano atraviesa un dilema cada vez más evidente: buscar sostener una narrativa de bienestar y transformación con una estructura fiscal limitada, descoordinada y presionada por frentes diversos. El resultado es una combinación de acciones populistas, anuncios rimbombantes y programas sociales con impacto simbólico, pero sin recursos suficientes ni infraestructura institucional para sostenerlos.
Uno de los casos más reveladores es el del sector salud. Mientras el IMSS ordinario se encuentra saturado, con instalaciones deterioradas, equipo obsoleto y personal insuficiente, el gobierno federal impulsa la expansión del IMSS-BIENESTAR como el brazo social de la Cuarta Transformación. Esta estrategia pretende compensar el fracaso del INSABI y suplir al Seguro Popular, extendiendo servicios médicos a más de 53 millones de personas sin seguridad social. Pero esta ampliación ocurre con un presupuesto recortado, sin estructura administrativa madura, y sin resolver los rezagos acumulados del IMSS tradicional que atiende a los trabajadores formales.
El resultado es una paradoja: ni el sistema ordinario ni el “bienestar” garantizan acceso efectivo, y en el fondo, el derecho a la salud sigue siendo una promesa de papel. La supuesta universalidad se convierte en un parche clientelar, mientras el gasto en salud per cápita sigue entre los más bajos de la OCDE.
Este patrón se repite en otros sectores. En aviación, la decisión unilateral de trasladar operaciones del AICM al AIFA ha generado fricciones diplomáticas, como la reciente advertencia de Estados Unidos sobre violaciones al acuerdo bilateral de aviación. Las consecuencias podrían traducirse en restricciones a aerolíneas mexicanas, cancelación de la alianza Delta-Aeroméxico y pérdida de conectividad estratégica. Todo ello, por una imposición ideológica disfrazada de planeación logística.
En lo económico, el primer semestre de 2025 cerró con crecimiento marginal (0.2%) y pérdida neta de empleos formales. La retórica gubernamental habla de soberanía económica, pero la inversión privada cae, el consumo se desacelera y el empleo precario se disfraza con cifras de desempleo artificialmente bajas. El Estado responde con promesas de sustitución de importaciones, subsidios al consumo interno y proteccionismo comercial que recuerda los errores del pasado.
Y mientras tanto, la presión del gasto se desborda: pensiones no contributivas, presión en salarios burocráticos, transferencias sociales sin evaluación de impacto, refinanciamiento de Pemex, y subsidios a obras emblemáticas sin rentabilidad y que absorben miles de millones sin certidumbre de retorno. Todo ello con una base recaudatoria que no supera el 14% del PIB.
Para colmo, las alarmas internacionales ya están encendidas. Estados Unidos ha sancionado instituciones financieras mexicanas por presunto lavado de dinero y si bien se minimiza localmente, el riesgo reputacional es alto, otro tema que ha presionado y afectado a la credibilidad por la investigación de gobernadores y figuras de Morena con vínculos con el crimen organizado.
En este contexto, el gobierno insiste en que todo va bien. Que se gobierna con el pueblo. Que hay paz social, que no somos piñata, que no hay pruebas. Que todo es una campaña de desprestigio. Pero los datos, los mercados y las relaciones internacionales indican otra cosa: el gasto social sin disciplina, sin planeación, y sin honestidad fiscal no transforma, solo deforma.
Es hora de abandonar los simbolismos y asumir que gobernar también implica hacer cuentas, priorizar y corregir. Porque el Estado de gasto, sin Estado de derecho, solo nos deja sin crecimiento, sin confianza y sin futuro.
X: @MarioSanFisan | CEO FISAN
Banquero y abogado con más de 30 años de experiencia en el sector financiero y legal.