Nada hay más artificial que el jardín. Es la naturaleza domada, transformada, embellecida, arreglada y aun decorada para el mayor placer de las personas.

Imposible negar que, en la actualidad, simplemente son gigantescos jardines las montañas más bellas. Las más disfrutables, sin duda, porque han perdido mucho de su naturaleza salvaje. La gente las busca porque cuentan con veredas bien marcadas y con señalización adecuada, porque hay rutas para el ciclismo, porque en los puertos no faltan cafeterías y aun restaurantes en forma, porque en algunas existen teleféricos seguros para que puedan subir a gozar del paisaje las personas con problemas de movilidad.

Sí, lo sé: hablo solo de las montañas de los países ricos, convertidas en maravillosos jardines gracias a inversiones multimillonarias, que en las naciones pobres podrían los gobiernos considerar irracionales derroches.

El paraíso bíblico

El Edén nada más era un jardín bien diseñado, cómodo, amable, plácido, disfrutable. No era naturaleza salvaje llena de peligros. La Arcadia griega era también un jardín. En el Corán la felicidad es un jardín eterno.

El pensamiento occidental prosperó como nunca en los “jardines de dudas” que eran algunos salones del siglo XVIII, donde extraordinarios filósofos daban vida a la Ilustración.

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No puedo evitar mencionar que esa expresión de Emil Cioran la utilizó Fernando Savater para el título de un libro —El jardín de las dudas—, que Luis Donaldo Colosio leía una semana antes de que lo asesinaran. Diana Laura lo conservó, su hijo o su hija deben tenerlo.

Encontré en internet un ensayo de Javier Hernández-Pacheco, Elogio de la riqueza. Elementos de filosofía de la economía. Extraordinaria obra, sin duda, en la que el ejemplo del jardín resulta fundamental para entender qué es la riqueza y por qué en todo momento aspirar a poseerla —y a acumularla más y más y más— debe ser considerado un comportamiento no solo éticamente aceptable, sino de una extraordinaria utilidad social.

“A mí me gustaría ser rico”

El autor empieza su reflexión con esa confesión: “A mí me gustaría ser rico”. No lo es —o no lo era cuando escribió su libro: falleció en 2020—, pero le habría gustado serlo.

Como Hernández-Pacheco no era rico, pero sí filósofo, decidió explicar filosóficamente por qué “traicionaba” a su profesión con su deseo de inmensas riquezas.

Para empezar le parecía hipócrita que la gente dedicada a la filosofía piense que la vida buena debe estar “despegada” de lo inmediato, es decir, “de electrodomésticos, vehículos y vanas glorias, que es lo que mueve los mecanismos económicos de nuestra cultura”.

Para el autor, la pretensión tan humana de aspirar a la riqueza no puede ser mala, sino todo lo contrario: “expresión de la más noble humanidad”.

Cito algunas de sus ideas con mis propios comentarios en algunos puntos:

“Nadie consideraría hoy como indiferente o incluso maligno el ser corporal y sexualmente atractivo; y ello con independencia de las cualidades espirituales de una persona”.

“Hubo tiempos en que ser guapa era ya para una moral maledicente sospechoso de ser mala; y hoy lo sigue siendo el ser rico”.

Debemos ser lo más ricos que podamos porque es falso eso de que Dios proveerá.

Para que no se le juzgara indebidamente, el filósofo Hernández-Pacheco aclaró que siempre tomó “muy en serio las maldiciones bíblicas sobre los ricos y la ‘opción preferencial por los pobres’ que, siguiendo a su fundador, Jesucristo, la Iglesia asume como uno de los rasgos de su fidelidad evangélica”.

Javier Hernández-Pacheco se sentía ligado “intelectual y existencialmente” a esa doctrina. “Y sin embargo, sigo queriendo ser rico y justificar racionalmente la rectitud moral de dicho afán”.

¿Qué significa ser rico? “Es este uno de esos términos que tienen un claro sentido dialéctico, por cuanto su significado se determina por oposición a su contrario, que es la pobreza”.

Pero la pobreza “no es una virtud, es una desgracia, que no podemos desear ni para el prójimo ni para nosotros mismos”.

La experiencia de la pobreza es más original que la experiencia de la riqueza: “todos nacemos necesitados y desvalidos”.

Los niños, sin sus padres, vivirían —y morirían rápidamente— en la pobreza extrema porque hasta edades avanzadas son absolutamente incapaces de satisfacer sus necesidades elementales.

No está de acuerdo con aquellos que sostienen que el afán de riquezas es antinatural, “y que, por el contrario, lo natural es la vida sencilla que se basta a sí misma en el marco armónico de una naturaleza que da de por sí la plenitud”.

Pensar eso es un error: “La imagen de una ubérrima naturaleza, de una matrona generosa, es un mito que, a la mirada subjetiva de la experiencia, debe dar paso al de una dura madrastra que solo deja sobrevivir a los más capaces, a saber, de superar la natural insuficiencia, la pobreza”.

La pobreza es la vida que la gente sufre en la naturaleza no domada: donde se sufre el calor si el sol aprieta, el frío en invierno, el hambre durante la sequía, la enfermedad si hay plagas.

Sin la riqueza, que es “vida lograda”, sería muy difícil, casi imposible para la mayoría sobrevivir en la natural intemperie.

“La riqueza es la superación por parte de la vida del límite negativo que la naturaleza en su penuria representa para ella”.

“El niño bien alimentado, la flor que da fruto, la vida, en fin, que triunfa sobre su natural límite, se hacen así, en su espontaneidad, imagen de la riqueza”.

Ser rico, dice el filósofo citado, sirve para “tener una casa en la que no entre el agua, ni el viento frío, ni el sol en verano; que se pueda defender contra agresores, y en la que la vida, propia y de los ‘nuestros’, se desarrolle segura, al abrigo de inclemencias”.

La riqueza es “un entorno construido”.

Un gran paso en el avance de la riqueza “es la urbanización…, de espaldas a la naturaleza, separada incluso de ella por un muro, por puertas que se cierran a la puesta del sol, porque fuera habita en la oscuridad solo lo inhumano: las fieras y los malhechores”.

“Casa y ciudad son así etapas en el desarrollo de la vida humana en su riqueza”.

¿Que esa artificiosidad de la vida puede terminar por empobrecerla y hacerla extraña a sí misma por haberla alejado de la naturaleza? Seguramente, sí.

La riqueza da entonces otro paso: “riqueza ahora es superar esa artificiosidad, que quiere decir, volver a la naturaleza”.

Eso es el jardín: el regreso civilizado a la naturaleza.

Pero es el jardín un “verdadero signo de riqueza”.

Gracias a sus jardines, las mejores ciudades son tanto más ricas “cuanto más se parecen a la naturaleza que la propia riqueza quiso superar”.

“Del mismo modo, es la otra casa, la del campo —por sus jardines, desde luego—, la que es verdadera expresión de riqueza”.

Así las cosas, gracias a la jardinería “la imagen paradigmática de la riqueza vuelve a ser la naturaleza”.

Pero no de la naturaleza “como inmediatamente se da en el origen, sino como es en sí misma resultado de un cuidado desarrollo, como plenitud lograda con esfuerzo. Es la naturaleza con dueño la que se hace imagen de la riqueza”.

Y es que si bien la riqueza tiene que ver con joyas, dinero, viajes, en lo esencial “todas esas manifestaciones de riqueza son formas de un fenómeno más elemental que se refiere a las relaciones” entre las personas y el mundo: la riqueza es, pues, “una cuestión de entorno”.

No tiene sentido eso de que la verdadera riqueza es interior. “La riqueza tiene que ver esencialmente con la exterioridad del mundo”.

¿Cómo se llega a la riqueza, la legal, la de los mercados regulados por leyes, desde luego? Mediante el trabajo creativo.

“El trabajo es el medio por el que el hombre transforma la naturaleza en su mundo. Es, pues, el principio de toda riqueza”.

“La naturaleza no se deja apropiar por un acto jurídico de toma de posesión”. Resulta preciso trabajarla para que produzca frutos.

¿Por qué el deseo de ser inmensamente ricos, de acumular muchísimo más de lo que una persona necesita? Por la familia, por los hijos y también por los hijos de los hijos.

¿Que hay solterones o solteronas con inmensas fortunas? Sí, es verdad.

Cierto, una persona sola puede volverse muy rica, “pero no necesita serlo; mientras que un padre de familia lo necesita, aunque jamás alcance la soñada riqueza”.

Las grandes fortunas son por ello familiares: los Rothschild, los Rockefeller, los Krupp, los March”. Para un hombre, para una mujer, los hijos y las hijas son el eslabón que les liga “al fin de los tiempos, al esperado triunfo final de la vida sobre la totalidad de sus límites”.

El lujo es necesario y bueno porque genera más riqueza.

El avaro es el rico que es pobre, el falso rico, el rico que en su incapacidad de gozar de sus riquezas revela la miseria de su corazón”.

La gente avara, aunque industriosa y ahorradora, suele caer en la mezquindad: “Se comporta así llevando su riqueza a la contradicción”.

“El avaro es el rico que mantiene en el fondo de su alma la conciencia de su pobreza”.

“Por eso su riqueza no es riqueza para él sino instrumento para mantener lejos una pobreza por la que se siente originalmente amenazado, sin darse cuenta de que de ese modo no la mantiene lejos, sino en la entraña de su propia conducta”.

El avaro no construiría un gran jardín ni tendría una casa de campo ni estaría de acuerdo en gastar el dinero público en más jardines para las ciudades.

√ El verdadero rico busca jardines. De ahí el gusto por las casas de campo en zonas rurales bien dotadas de infraestructura y con servicios de seguridad eficientes, en las que se pueda estar con las puertas abiertas.

Y además tener “ventanas amplias, incluso en países fríos, porque la potencia calefactora ya no es temerosa”.

Riqueza significa que “la vida familiar ha salido del hogar al porche, porque las mejores horas del día, las bien soleadas, son ahora momento de solaz, no de trabajo en los campos, de los que la familia volvía antes a refugiarse a casa solo en las frías horas de la noche”.

“Y el jardín no está detrás como huerto necesario, sino delante, como valiente apertura de la casa al mundo, desde su propia interioridad”.

“Es curioso: mientras el huerto es conquista necesaria de una naturaleza mediatizada que entra en casa por la puerta de atrás, el jardín es despliegue superfluo de una naturaleza generada ex novo, creada casi de la nada; y sale de la casa, como los hijos, por la puerta de delante”.

El mayor lujo es el jardín, el privado tanto como el de la ciudad razonablemente diseñada; “los parques donde los niños juegan”.

“Decir que el dinero es malo no tiene entonces mayor sentido que descalificar moralmente la belleza de las mujeres, la inteligencia, la simpatía o el genio artístico”.

Todas las anteriores, por cierto, cualidades “sospechosas para el moralismo”.

Se les condena porque se les considera manifestaciones de una tentación: parecerse a Dios, exista este o no.

Pero, si Dios existe, solo es posible igualarse a la divinidad gracias a la riqueza y lo que esta genera en término de desarrollos útiles para combatir la enfermedad y el hambre, para lograr invenciones que nos simplifican tanto la vida como los coches eléctricos, la telefonía, las computadoras.

Desde un punto de vista filosófico y antropológico, entonces, se puede “mostrar por qué es bueno ser rico, y por qué que yo sea rico, dado el carácter esencialmente social de la riqueza, no solamente es bueno para mí, sino, sorprendentemente, para todo el mundo; que es interés social, e interés de todos los ricos, el que todo el mundo disfrute de los bienes económicos”.

¿Por qué a los ricos les interesa que todo el mundo disfrute el desarrollo? Para poder seguir vendiendo y ganando.

Desde luego, el dinero y la riqueza generan problemas, ya que hay modos inmorales de hacerse rico.

Pero para eso —y no creo que para mucho más— debería servir el Estado: para que los mercados funcionen basados en leyes y con competencia lo más sana posible.

Los intelectuales de la 4T

Creo que Rafael El Fisgón Barajas y Pedro Miguel han tenido éxito en su intento de demostrar que no ha sido periodístico, sino una canallada, el reportaje sobre la casa en Houston de José Ramon López Beltrán publicado por Carlos Loret de Mola y realizado por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad.

Quien lo dude que lea el reportaje —este sí, muy bien hecho en términos de lógica y ética periodísticas— de la revista Proceso acerca de las personas que financian a Carlos Loret. Queda pendiente que alguien cuente la historia detrás del dinero de MCCI, asociación civil fundada por Claudio X. González.

Muy bien, el hijo mayor del presidente de México tiene un modo de vida honesto en Houston, Texas. De esto no puede haber la menor duda. El Fisgón y Pedro Miguel han refutado a Loret y a MCCI. Ha quedado, entonces, descalificado con sólidos argumentos uno de las dos ataque que en las recientes semanas ha recibido la familia de Andrés Manuel López Obrador.

Lo que debiera ocupar ahora a Rafael Barajas y a Pedro Miguel es el otro ataque, más fuerte y quizá más dañino: el de que en la familia de AMLO no se practica lo que se predica.

Desde luego, una cosa es lo que piensa el presidente de México y otra muy distinta lo que opine su hijo. Esto debería bastar para no hablar de incongruencia. Pero, por la enorme influencia de AMLO, resulta ineludible entrar al debate acerca de la utilidad social de la riqueza.

Se ha equivocado Andrés Manuel, y no puede haber la menor duda de ello, al cuestionar a las clases medias aspiracionistas, al condenar el lujo, al calificar de negativo que algunos periodistas ganen millones de pesos, al decir “si ya tenemos zapatos, ¿para qué más?”.

No ayuda a México defender la idea de que, en la economía moral, debe invitarse a la gente a vivir casi en la pobreza franciscana.

Entiendo la esencia de la 4T: apoyar a los pobres con recursos del Estado. Pero en México, como en el resto del mundo, el Estado es poco productivo. La mayoría de sus recursos los obtiene de la riqueza privada, y esta debe elogiarse, no condenarse.

¿Queremos más y más bellos jardines en nuestras ciudades para que toda la gente los disfrute? Lo lograremos con el paso de los años, con mucho trabajo y muchísima generación de riqueza, es decir, con gente feliz por tener decenas de pares de zapatos, por vivir en casas con albercas, por transportarse en coches caros…

No entender lo anterior es no entender el sistema. El único que hay y que no cambiará, no ahora: no hay condiciones para otro estilo de vida.