Para quien ejerce la autoridad la ley tiene dos filos: empodera y limita. Natural la inclinación de quienes tienen elevada responsabilidad pública de privilegiar al poder; y, de alguna manera, eludir las limitaciones legales, algunas veces simuladamente, otras, como en estos tiempos, abiertamente. Cuando el presidente dice que hay que favorecer a la justicia sobre la ley significa justamente eso, dar prioridad al criterio político por encima de la norma.

La ley a todos incomoda, incluso a los ciudadanos, pero es garantía, protección y, quiérase o no, fuente de certeza. El problema con este gobierno es no entender el significado y el compromiso que se tiene con la legalidad. Por ejemplo, la política de seguridad fundada en abrazos no balazos significa renunciar a la responsabilidad mayor de todo funcionario electo: cumplir y hacer cumplir la ley.

El presidente siente que puede prescindir de los sinuosos caminos de la ley y con él muchos de sus colaboradores. Consecuencias son la proliferación asignaciones directas de contratos púbicos; el abuso en considerar de seguridad nacional las obras públicas para evitar cumplir con los procedimientos y permisos administrativos que la ley ordena y, de paso, estar en condiciones de ventaja frente a la inconformidad de particulares en controversias judiciales, y desentenderse de los compromisos del Acuerdo Comercial y los litigios a que dará lugar, entre muchas otras.

La mala nota sobre la legalidad no concluye allí. El presidente encontró una fórmula para dar vuelta a la Constitución a través de iniciativas de ley claramente inconstitucionales aprobadas por su mayoría afín en el Congreso, como la Ley de la Industria Eléctrica y las reformas para militarizar a la Guardia Nacional. Advirtió, asimismo, que en el Pleno de la Corte ocho votos eran necesarios para invalidar tales disposiciones, los cuales son difíciles de sumar. Además de que la justicia, ni siquiera para esos delicados menesteres, es pronta ni expedita, y bien puede llevar años, mientras que las normas o actos de autoridad inconstitucionales mantienen vigencia.

El desdén por la legalidad ha llevado a una crisis mayor en estos días por el desenlace de la investigación del gobierno federal sobre los hechos trágicos de Iguala hace ocho años. El desorden viene de origen: una comisión investigadora que parte del prejuicio y la parcialidad; de igual modo, un fiscal especial consecuente a tal visión de los acontecimientos. Las conclusiones estaban redactadas de antemano: sí hubo crimen de Estado y altos mandos militares participaron activamente en los hechos, en el asesinato de los jóvenes normalistas, en el encubrimiento, en la alteración de pruebas, incluso el uso de instalaciones militares para la desaparición de los restos humanos. Conclusiones a la medida del prejuicio de sus integrantes.

La Fiscalía General de la República ha tenido que corregir las infundadas recomendaciones y conclusiones de la investigación del subsecretario Encinas. La diferencia de criterio llevó a la renuncia del fiscal especial para el caso Ayotzinapa, Omar Gómez Trejo. Tema no menor porque para invalidar la verdad histórica no solo fue la detención del ex procurador Murillo Karam, sino la imputación a los militares destacados en la zona, incluyendo sus mandos y la eventual responsabilidad de sus superiores en Acapulco y Ciudad de México.

Las pruebas se obtienen y valoran a través de procedimientos que la ley determina. Un funcionario no puede suplantar al Ministerio Público en sus responsabilidades. Es un trabajo técnico. En el proceso penal, más que en cualquier otro, debe haber cuidado extremo por los valores jurídicos a proteger: la libertad de las personas y, para el caso concreto, la honorabilidad de los militares y, consecuentemente, la de la institución que representan.

El desdén de López Obrador por la ley lo ha llevado en este caso a una situación sumamente delicada y contradictoria. Por una parte, se siente obligado a avalar la investigación encomendada al subsecretario Encinas; por la otra, a defender al Ejército Mexicano. Además, no debe interferir con las determinaciones que realice la Fiscalía General de la República y, en su momento, el Poder Judicial Federal. Un presidente atrapado por no entender que la ley empodera, pero también limita, y que no existe otra justicia que la que transita por la legalidad.